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la era del diamante.pdf

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el<strong>la</strong> pudiese explicarle a su anfitrión el error de su<br />

método, fueron interrumpidos por unos chillidos y<br />

un amargo conflicto que venía por el salón hacia<br />

ellos. La puerta se abrió a medias, y apareció Colín<br />

Finkle-McGraw. Todavía tenía el rostro rojo por el<br />

aire <strong>del</strong> páramo, y llevaba una sonrisa forzada no<br />

muy alejada de <strong>la</strong> afectación; aunque su frente se<br />

fruncía periódicamente al emitir Elizabeth algún<br />

chillido de rabia especialmente agudo. En una mano<br />

llevaba un ejemp<strong>la</strong>r <strong>del</strong> Manual ilustrado para<br />

jovencitas. Tras él, podía verse a <strong>la</strong> señora Finkle-<br />

McGraw agarrando a Elizabeth por <strong>la</strong>s muñecas en lo<br />

que recordaba <strong>la</strong>s tenazas de un herrero que<br />

sostuvi<strong>era</strong>n un lingote caliente especialmente<br />

peligroso listo para golpearlo; y el resp<strong>la</strong>ndor radiante<br />

<strong>del</strong> rostro de <strong>la</strong> niña se correspondía con <strong>la</strong> analogía.<br />

El<strong>la</strong> estaba inclinada para que su cara estuviese a <strong>la</strong><br />

misma altura que <strong>la</strong> de Elizabeth y le estaba<br />

susurrando algo en un tono de reproche.<br />

—Lo siento, padre —dijo el joven Finkle-<br />

McGraw con una voz bañada con un humor<br />

sintético no muy convincente—. Evidentemente es<br />

hora de <strong>la</strong> siesta —se volvió a saludar—. Señora<br />

Hackworth —luego sus ojos volvieron al rostro de su

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