Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui
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Quien iba a comprar a la bodega: “Dame medio papelón, Chucho”,<br />
si éste estaba en el chinchorro, acostado, quejándose a costa <strong>del</strong><br />
cuatro y la canción, no sacaba el dedo, si no que respondía, así<br />
como de mala gana: “Pártelo ahí; paga y te das lo vuelto”, y seguía<br />
como si no fuese con él.<br />
Se generalizó tanto la invocación <strong>del</strong> dedo para saludarlo, que fue<br />
omitiendo poco a poco el nombre <strong>del</strong> pescador; así la designación<br />
nominal empezó a dar paso al matemático apodo. Cada saludo era<br />
entonces un planteamiento aritmético. Cuando pasaba Pedro López<br />
por las tardes, frente a la bodega, de regreso de la faena, enviaba a su<br />
audición el saludo mediante una interrogante: “¿Cinco más cuatro?”.<br />
Y a veces sin mirar, como siempre recostado al espaldar de la silla de<br />
cuero, con la señal de costumbre, respondía la afable alusión.<br />
Joropo, de andar rápido, atropellado hablar y siempre acompañando<br />
su prisa con el canto —joropos que cantaban Adilia Castillo y<br />
Magdalena Sánchez, de ahí su apodo— lo aludía matemáticamente<br />
al pasar: “¿Siete más dos?”; e idéntica y plácida era la respuesta.<br />
Una vez se le acercó María Rosario y maternalmente lo aconsejó:<br />
“—Mira, Chucho, deja de está hablando con ese deo, hijo. Deja de<br />
está sacando ese deo así, porque hay quien no pueda entendé eso<br />
y se sienta ofendío—”.<br />
Dicho y hecho; palabra de sapo tenía la anciana. Un día un repartidor<br />
de cartas <strong>del</strong> correo le preguntó el número de la casa, que aparecía<br />
virtualmente borrado sobre el umbral de la entrada a la bodega. El<br />
pescador, como siempre, acostumbrado ya a las alusiones y respuestas<br />
aritméticamente gestuales, respondió sacando el nueve<br />
con la derecha y dos con la izquierda. Quiso decirle, en medio de su<br />
ingenuidad, noventa y dos; no fue la cifra lo que entendió el cartero.<br />
Entendió una ofensa, una razón para desahogar el sofocante sol<br />
de las once y treinta am, y lengua en ristre se apresta a semejante<br />
brollo. El sudoroso se engrinchó, peló los dientes como bestia herida,<br />
lanzó el bolso con los sobres fuera de la bodega y le increpó:<br />
“¡Mira, viejo marisco...!” ¡A María Purísima! Lo que siguió fue un<br />
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