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Descargar PDF - Fondo Editorial del Caribe / Anzoátegui

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Con un desprecio gestual, el juez ordena sea sentado el pescador<br />

en el lugar que ocupaba el siciliano. Jesús permanece de pie. El<br />

corazón de un hombre de mar es a menudo un sábalo que, igual<br />

que un buchón, salta y vuela, para cantar desde más allá de donde<br />

alcanzan a llegar las pupilas, lo que las miradas traen. Le pregunta<br />

el juez: “¿Cuántas veces le disparó al ciudadano Coletta?”. “Ni yo ni<br />

ninguno de nosotros le disparó. Nosotros no teníamos ni tenemos<br />

armas. Yo subí al barco, lo apreté por el pescuezo y cuando le iba a<br />

dar el coñazo, él se meó y se cagó.”, respondió el pescador.” ¿Qué<br />

dijo?”, inquirió el juez. “¿Se qué?”, y el pescador reiteró firme: “Se<br />

cagó”. Hasta ahí llegó la circunspección <strong>del</strong> árbitro; lo dejaron solo<br />

las personalidades prestadas, las ínfulas histriónicas, las postizas<br />

poses, la retórica gestual de la solemnidad y todo el enjambre fétido<br />

impregnado detrás de la costosa colonia, y como fronda sin vida,<br />

se le deshojó el plumaje de oscura ave, rondando la pestilencia de<br />

la tierra. Preguntó de nuevo con la palabra en las axilas, tapando la<br />

boca con el antebrazo y el tronco convulso reprimiendo el asombro.”<br />

¿Cómo así?”. Y Millán ratificó de manera más concreta “Se cagó, se le<br />

salió la mierda y el orín; por eso lo levanté y lo lancé al agua”. Fue la<br />

chispa que detonó un estruendo en el que participan cantos de pavos,<br />

una manada de guacharacas escandalizando simultáneamente<br />

y un relincho de caballos, en la garganta <strong>del</strong> juez. La otra garganta<br />

es la <strong>del</strong> auditorio. Jesús lo mira serio y a lo que queda de árbitro<br />

se le cae el birrete en el piso, y dentro de éste, a su vez, cae uno de<br />

sus puentes. Carece de fuerza el retazo revestido de indumentaria<br />

magistral para golpear con el mazo y llamarse él mismo al orden;<br />

sólo alcanza a medio golpear el escritorio, a la par que solicita<br />

auxilio a un funcionario, quien vestido de gabardina y adulancia,<br />

llama a su vez a dos más para socorrer a aquella selva suelta en la<br />

punta <strong>del</strong> torso <strong>del</strong> ex-circunspecto, y lo sacan <strong>del</strong> recinto, como<br />

si se tratase de un Cid derrapadamente ebrio. El auditorio siguió<br />

suelto, sin gobierno, realengo. “Se suspende el juicio”, fue lo menos<br />

cómico que se medio escuchó.<br />

A los cuarenta minutos entra de nuevo, la carcajada esposada, rehén<br />

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