a quienes les han asesinado padres, hermanos, madres, hermanas, amigos, aglomerándose alrededor de Cipriano, para correr la suerte de sus extintos y amados seres. Hubiese sido inútil esperar a Paula Guerra. Un insurrecto entró herido, con un balazo en el hombro, al patio de su casa; <strong>del</strong> brazo que guinda está suspendida la bandera. Lo sentó al lado de la batea, la herramienta con la cual gana el sustento, para ella, más catorce pedazos de ella, que ha convocado a la vida. Al mayor es a quien atiende; le da valor. No tiene de qué avergonzarse, por qué avergonzarse; un brazo por una causa es escribir con carne la vida; es más honroso dejar un brazo en la lucha, que dejar la lucha. Después de todo hay que aprender la lección de los cangrejos, que prefieren perder las tenazas que su rumbo, la presa más preciada. Se oye el ruido de la cuadrilla de aviones afectos al gobierno. El apellido <strong>del</strong> ruido es innoble, ¿por qué? La comanda quien unos años después cometería la proeza de asesinar a la madre de sus hijos, fingiendo ser víctima de un atraco dentro de un ascensor. ¿Qué no haría entonces con la negra Paula, que le arrebata la bandera al mal herido —¿es que hay bien herido?—, justo cuando los aviones trazan a baja altura el arco hacia el cuartel y con el arrebato de un <strong>del</strong>fín acosado por tiburones, levanta el tricolor, con el rojo cubriendo gran parte de las otras franjas, y apunta con el estandarte herido. Respondió el ígneo costado gris desde el aire, que impactó el poste <strong>del</strong> alumbrado, que a punto de desplomarse, ocasiona un centellear de cables, como protesta <strong>del</strong> aire y el resto de los elementos, por haber doblado a aquella mujer cuyo único <strong>del</strong>ito es lavar ropas en la orilla <strong>del</strong> río para subsistir. Cayó sentada con la bandera, con una estrella menos, la manchada de rojo, y un postigo abierto en el pecho, desde donde pudo ver su atrás, al doblar la cabeza; incluso, el poste a cuyo lado cae, igual que ella, quedó rodilla en tierra. Con la detonación ni siquiera sus catorces pedazos se dieron cuenta que se fueron tras ella. A las 8, cuando El observador creole informaba sobre la situación 68
en Barcelona, señalando que había sido resuelta, sin situaciones que lamentar, Cipriano tomó uno de los cocos y lo lanzó contra la pantalla; fue a dar al piso, y con el dolor de haberse lastimado, exclamó indignado: “¡Boten a Lulita de aquí; sáquenla de aquí!”. Era el nombre de una mujer que regentaba un prostíbulo en la margen izquierda <strong>del</strong> Neverí. 69
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