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HANNAH ARENDT - Prisa Revistas

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LA ESFERA PÚBLICA DEL ANTIGUO RÉGIMEN<br />

se, en la España del antiguo régimen, del<br />

Siglo de Oro a la Ilustración, tuvo lugar un<br />

movimiento doble y contradictorio. Por<br />

una parte, la transición de imperio a potencia<br />

regional en camino de ser estado nacional<br />

facilitó la formación de una comunidad<br />

de ciudadanos, al ayudarles a centrar<br />

sus inquietudes públicas en esa comunidad<br />

particular y reforzar así los lazos políticomorales<br />

que los unían. Por otra, esa misma<br />

transición contribuyó a engendrar las condiciones<br />

de un nuevo modelo de estado teleocrático<br />

y la correspondiente política de<br />

fe, esta vez en torno a la definición del interés<br />

nacional que enfrentaba a unas naciones<br />

con otras, y que en la mayoría de los<br />

casos tenía una conexión bastante débil<br />

con la tradición constitucional del pasado.<br />

Así, el potencial de una sociedad civil vibrante<br />

y poderosa, que al principio parecía<br />

existir, se perdió (en parte) en el curso de los<br />

acontecimientos. A comienzos del siglo<br />

XVI, los estratos dirigentes de Castilla se<br />

orientaron hacia un universo abierto y en<br />

vías de expansión, que se definía por un<br />

orden económico mundial, un ancho espacio<br />

político, el ius gentium en la arena internacional<br />

y una tradición constitucional<br />

en la doméstica, y una fe religiosa todavía<br />

abierta a la influencia de un humanismo<br />

cosmopolita. Al final del camino y dos siglos<br />

y medio después, los ilustrados habían<br />

estrechado el radio de su compromiso cívico<br />

para acoplarlo al marco de una sociedad<br />

de orden al estilo francés, sometida a una<br />

autoridad semidespótica, y de un estado<br />

nacional dispuesto a jugar una partida de<br />

prestigio, riquezas y potencia militar con<br />

contrincantes parecidos. Es significativo, a<br />

este respecto, que a los ilustrados les costara<br />

tanto trabajo recobrar el sentido (que los<br />

escolásticos del siglo XVI tenían) de lo que<br />

podía significar un orden económico extenso,<br />

según se demuestra en cómo entendieron,<br />

o más bien no entendieron, el<br />

mensaje de Adam Smith. La riqueza de las<br />

naciones (cuya traducción se demoró casi<br />

veinte años) no despertó el menor interés<br />

entre los lectores de Smith por su explicación<br />

de cómo funcionaba el sistema económico<br />

ni su teoría subyacente de la acción<br />

humana: se interpretó como un estudio<br />

de teoría política y un instrumento útil<br />

de gobierno (Schwartz, 1998; Perdices,<br />

1998).<br />

Un final inquietante<br />

La historia de la España del antiguo régimen<br />

tiene un final revelador y significativo<br />

en el hundimiento de la monarquía<br />

frente a la invasión francesa y la guerra de<br />

1808-1814. Mientras el estado borbóni-<br />

co, con el contrapunto de la opinión pública<br />

ilustrada, parecía alcanzar su cenit<br />

en el reinado de Carlos III (1759-1788),<br />

la realidad iba a descubrir muy pronto lo<br />

débil y precario de ese triunfo. En efecto,<br />

durante los 20 o 30 años siguientes España<br />

conoció una situación de crisis permanente,<br />

que suministraría unos cimientos<br />

bastante frágiles para construir el estado<br />

de los siglos XIX y XX.<br />

Cuando cambió el siglo, la prolongada<br />

crisis del estado procedía de una confluencia<br />

de factores aparentemente fortuita.<br />

Los efectos contraproducentes de la<br />

política exterior de Carlos III se revelaron<br />

poco a poco, pero la crisis fiscal del estado<br />

se agravó de golpe. Había ido empeorando<br />

como consecuencia de la política exterior,<br />

que llevó a la guerra, primero contra<br />

Francia y después, en alianza con ésta,<br />

contra Inglaterra. A eso se añadió el descontento<br />

provocado por la crisis económica,<br />

la confusión causada por las noticias de<br />

los sucesos extraordinarios de Francia (y<br />

por la imposición de un cordón sanitario<br />

de censura con el que se pretendía controlar<br />

la difusión de esas noticias) y el descrédito<br />

que arrojó sobre la familia real el intenso<br />

odio paterno-filial que enfrentó a<br />

Carlos IV y su heredero, el futuro Fernando<br />

VII, y que culminó en un golpe de estado<br />

por parte del segundo. Durante cierto<br />

tiempo, algo de la irritación popular se<br />

canalizó hacia un chivo expiatorio, el ministro<br />

Manuel Godoy. Pero la invasión de<br />

España por los ejércitos franceses, introducidos<br />

en son de aliados, sería la prueba<br />

de tornasol de la solidez del estado borbónico,<br />

que se vino abajo como un castillo<br />

de naipes, arrastrando consigo a los escalones<br />

superiores de las clases privilegiadas.<br />

La familia real, padre e hijo, ya antes unidos<br />

por el odio recíproco, se concertaron<br />

aún más en un espectáculo de sumisión al<br />

invasor francés, abdicando ambos en su<br />

favor. Ningún otro órgano del estado asumió<br />

la menor responsabilidad en tal situación:<br />

ni consejos reales ni audiencias regionales,<br />

ni virreyes ni capitanes generales<br />

ni intendentes. El ejército real no presentó<br />

batalla al invasor; la cúpula de la jerarquía<br />

eclesiástica calló o se sometió, y otro tanto<br />

hizo la alta nobleza (Artola, 1959).<br />

En esas circunstancias, ausentes el estado<br />

y las élites dominantes, una miscelánea<br />

de agrupaciones sociales e individuos<br />

tomó las armas de forma bastante espontánea<br />

y por propia iniciativa, y al hacerlo<br />

descubrieron en sí, primero unos pocos y<br />

después muchos, fuertes vínculos con una<br />

identidad común a la que llamaban pueblo,<br />

patria, país o nación española. Esa re-<br />

acción fue iniciada por los más diversos<br />

protagonistas: autoridades locales, jefes y<br />

oficiales de algunas pequeñas unidades del<br />

ejército, y, sobre todo, guerrillas formadas<br />

por campesinos, arrieros, artesanos, pastores,<br />

sacerdotes y seminaristas, alentadas y<br />

sostenidas por los municipios. Es elocuente<br />

que el primero en declarar la guerra formalmente<br />

a Napoleón fuera el alcalde de<br />

un pueblo, Andrés Torrejón, alcalde de<br />

Móstoles. Los pueblos basaron su resistencia<br />

en los recursos organizativos que les<br />

proporcionaba una larga experiencia de<br />

control del poder y regulación de la economía<br />

a escala local, la costumbre de uso<br />

y tenencia de armas blancas y de fuego, y<br />

una memoria colectiva de hazañas de guerra<br />

que nutría una ética del honor casi caballeresca.<br />

Inventaron sobre la marcha una<br />

estrategia de combate, la guerra de guerrillas,<br />

y formas propias de coordinación interlocal<br />

o provincial. Sobre esa experiencia<br />

colectiva se alzó una estructura organizativa<br />

un tanto precaria, presidida por una<br />

junta central cuyo presidente era el ilustrado<br />

Gaspar de Jovellanos y subordinada a<br />

las Cortes de Cádiz. De ese modo la sociedad<br />

se embarcó en lo que iba a ser un largo<br />

periodo de contienda local intermitente,<br />

combinada con una sucesión vertiginosa<br />

de regímenes políticos: liberal<br />

(1812-1814), absolutista (1814-1820), liberal<br />

(1820-1823), absolutista (1823-<br />

1833) y, finalmente, la guerra civil entre<br />

un gobierno liberal y enclaves carlistas absolutistas,<br />

radicados sobre todo en el País<br />

Vasco y Cataluña (entre 1833 y 1840). En<br />

ese contexto dramático se verificó una<br />

aproximación entre esta experiencia colectiva<br />

de “anarquía organizada” y la invención<br />

de una nueva tradición liberal, influida<br />

por las corrientes intelectuales nacidas<br />

a fines del siglo anterior. Sería un paso decisivo,<br />

iniciador de una etapa totalmente<br />

nueva en la evolución del estado y la sociedad<br />

españoles de los siglos XIX y XX,<br />

así como en su esfera pública.<br />

Cabe dedicar una última reflexión a<br />

un grupo peculiar de intelectuales, herederos<br />

de los ilustrados, a quienes las vicisitudes<br />

de la época empujaron a una posición<br />

de incómoda ambigüedad: los llamados<br />

(en el más amplio sentido)<br />

“afrancesados”, cuyo destino fue permanecer<br />

entre bastidores o coexistir con el<br />

invasor (en régimen de desconfianza o de<br />

colaboración), y más tarde emigrar a<br />

Francia en lo que para muchos fue un<br />

viaje sin retorno. Eran gentes de sentimientos<br />

mezclados y de difícil clasificación,<br />

como el escritor Leandro Fernández<br />

de Moratín, o Juan Antonio Llorente,<br />

16 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA n Nº 92

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