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HANNAH ARENDT - Prisa Revistas

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La insoportable levedad del ser<br />

Milan Kundera describe la progresiva levedad<br />

de nuestro ser como algo que crece<br />

en proporción directa con la cantidad de<br />

gente con que compartimos el planeta.<br />

Gombrowicz, dice:<br />

“Tuvo una idea tan chusca como genial. El<br />

peso de nuestro yo depende, según él, de la cantidad<br />

de población del planeta. Así, Demócrito representaba<br />

una cuatrocientosmillonésima parte de<br />

la humanidad; Brahms, una milmillonésima; el<br />

mismo Gombrowicz, una dos milmillonésima.<br />

Desde el punto de vista de esta aritmética, el peso<br />

del infinito proustiano, el peso de un yo, de la vida<br />

interior de un yo, se hace cada vez más leve. Y en<br />

esta carrera hacia la levedad hemos franqueado un<br />

límite fatal” 5 .<br />

Pienso, como Kundera, que las sociedades<br />

en que habitamos nos hacen perder<br />

peso a medida que ellas lo ganan, es decir,<br />

a medida que vivimos en grupos en que la<br />

dimensión espacial (el número de individuos<br />

anónimos con que podemos cruzarnos<br />

en nuestras vidas) aumenta sin tre-<br />

5 Kundera, M.: El arte de la novela, pág. 38. Tusquets,<br />

Barcelona, 1987.<br />

Nº 92 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA<br />

gua, y a la vez que esto ocurre se empequeñece<br />

la dimensión temporal (la frecuencia<br />

e intensidad del trato con nuestros semejantes).<br />

Como individuos, perdemos<br />

peso político en el espacio público democrático:<br />

nuestra voz es una voz que se<br />

confunde en una maraña hecha de otras<br />

voces discordantes o afines; nuestro voto<br />

se diluye en un piélago de votos. También<br />

perdemos peso moral: podemos aspirar a<br />

que aquellos que forman parte de nuestro<br />

círculo íntimo compartan densamente<br />

con nosotros algunos anhelos, éxitos o pesares,<br />

pero sería tarea tan desesperada como<br />

ridícula pretender involucrar en estos<br />

asuntos a los muchos desconocidos que a<br />

lo largo de un día cualquiera ocupan efímeramente<br />

nuestra atención. Lo único<br />

que nos cabe esperar de los que integran<br />

esa indiferenciada multitud es respeto<br />

hacia nuestra persona y, en casos más excepcionales<br />

de apremiante necesidad, un<br />

gesto de humanitaria asistencia o una medida<br />

compensadora de nuestro azar adverso<br />

(normalmente llevada a cabo por un<br />

Estado nodriza en nombre de los contribuyentes).<br />

Por nuestra parte, dispensamos<br />

en reciprocidad a nuestros prójimos poco<br />

próximos un trato que no suele diferir, ni<br />

por exceso ni por defecto, de lo que acabo<br />

de describir 6 .<br />

En la esfera pública –que es de la que<br />

hablaré casi siempre en este escrito– los<br />

individuos han aprendido que pueden<br />

“ganar peso” si se presentan en ella integrando<br />

un grupo de intereses específicos y<br />

para defender aspiraciones corporativas.<br />

Si están bien organizados y su número no<br />

es excesivo, es difícil que los poderes públicos<br />

los ignoren. En un mercado intermedio<br />

en que se cambian prebendas por<br />

votos, los componentes del grupo de presión<br />

podrán alcanzar sus fines a trueque<br />

de apoyar electoralmente a los que les hacen<br />

favores políticos. De lo último de lo<br />

que se les puede acusar a los miembros de<br />

la sociedad civil es de ser apáticos o inactivos<br />

en este espacio intermedio, que no<br />

es ni del todo público ni del todo privado,<br />

y en el que comparecen no como individuos<br />

sino como miembros de un gru-<br />

6 Me he ocupado con más detalle de estas cuestiones,<br />

que ahora abordo con un trazo impresionista, en<br />

una trilogía de artículos: De la sociedad cerrada a la sociedad<br />

abierta, Mercado frente a la solidaridad y Moral<br />

fría y moral cálida, que aparecieron en CLAVES DE<br />

RAZÓN PRÁCTICA, núms. 62, 67 y 70, respectivamente.<br />

Allí explicaba que, en efecto, hemos franqueado<br />

ya hace tiempo un límite fatal en la carrera hacia la<br />

levedad, y que eso ha tenido repercusiones bien manifiestas<br />

y seguramente irreversibles en las esferas política,<br />

económica y moral. Todo parece indicar que estamos<br />

atravesando un nuevo umbral crítico en la frenética<br />

escapada hacia la levedad. Esto es patente ante todo<br />

en el ámbito económico, y ya tiene un nombre: globalización<br />

(véase Joaquín Estefanía, La nueva economía.<br />

La globalización, Debate, Madrid, 1996). Las repercusiones<br />

en el terreno político y cultural son aún asunto<br />

de cábala y conjetura. Para avizorar las consecuencias<br />

políticas, son estimulantes las dos primeras partes del<br />

libro de David Held, La democracia y el orden global,<br />

Paidós, Barcelona, 1997 (el resto del libro tiene mucho<br />

menos interés). Sobre las secuelas culturales que considero<br />

deseables de esta ampliación mundial de la escala,<br />

me he expresado en ‘Multiculturalismo frente a cosmopolitismo<br />

liberal’, recogido en Manuel Cruz<br />

(comp.), Tolerancia o barbarie, págs. 155-186, Gedisa,<br />

Barcelona, 1998.<br />

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