tope de la economía avanzada, o mundial, capitalista, como la fácil transmisibilidad de bienes e imágenes e instrumentos financieros. Pero ahora, esta altamente desarrollada interconexión espacial, no sólo personal sino social, estructural, es portadora de un riesgo sanitario que, en ocasiones, aparece como una amenaza para la misma especie; y el miedo al sida es uno con el miedo a los demás desastres en curso, subproductos de la sociedad avanzada, y en particular los que demuestran la degradación del ambiente en una escala mundial. El sida es uno de los precursores distópicos de la aldea global, ese futuro que ya está aquí y siempre ante nuestros ojos, que nadie sabe cómo rehusar. El hecho de que incluso un apocalipsis pueda ser visto como formando parte del horizonte normal de posibilidades constituye una agresión inaudita a nuestro sentido de la realidad, a nuestra humanidad. Pero es muy deseable que determinada enfermedad, por la que se siente tanto pavor, llegue a parecer ordinaria. Aun la enfermedad más preñada de significado puede convertirse en nada más que una enfermedad. Sucedió con la lepra, si bien unos diez millones de personas, fácilmente ignorables pues en su mayor parte viven en el continente africano o el subcontinente indio, padecen de lo que hoy se llama, como parte de una saludable desdramatización, la enfermedad de Hansen (en nombre del médico noruego que descubrió hace más de un siglo su bacilo). Y sucederá con el sida, cuando la enfermedad esté mucho mejor comprendida y sea, sobre todo, tratable. Por el momento, buena parte de la experiencia individual y de las medidas sociales dependen de la lucha por la apropiación retórica de la enfermedad: cómo poseerla, asimilada en la discusión y el estereotipo. Siempre vale la pena cuestionar el viejísimo proceso, aparentemente inexorable, por el cual las enfermedades adquieren significados (reemplazando a los miedos más arraigados) e infligen estigmas, un proceso que por cierto parece menos creíble en el mundo moderno, entre las personas que quieren ser modernas —y que ahora mismo es un proceso vigilado—. El esfuerzo por zafar a esta enfermedad, que tanta culpa y vergüenza despierta, de estos significados, de estas metáforas, es particularmente liberador, aun consolante. Pero no se ahuyenta a las metáforas con sólo abstenerse de usarlas. Hay que ponerlas en evidencia, criticarlas, castigarlas, desgastarlas. No todas las metáforas que se aplican a las enfermedades y sus tratamientos son igualmente desagradables y distorsionantes. La que más me gustaría ver archivada —y más que nunca desde la aparición del sida— es la metáfora militar. Su inversa, el modelo médico del patrimonio público, es probablemente más peligrosa y tiene mayores repercusiones, porque no sólo justifica persuasivamente el poder autoritario sino que sugiere implícitamente la necesidad de la represión y la violencia de Estado (el equivalente de la extirpación quirúrgica o el control químico de aquellas partes ofensivas o «malsanas» del cuerpo político). Pero el efecto de la imaginería militar en la manera de pensar las enfermedades y la salud lejos está de ser inocuo. Moviliza y describe mucho más de la cuenta, y contribuye activamente a excomulgar y estigmatizar a los enfermos. No, no es deseable que la medicina, no más que la guerra, sea «total». Tampoco la crisis creada por el sida es un «total» de nada. No se nos está invadiendo. El cuerpo no es un campo de batalla. Los enfermos no son las inevitables bajas ni el enemigo. Nosotros — la medicina, la sociedad— no estamos autorizados para defendernos de cualquier manera que se nos ocurra... Y en cuanto a esa metáfora, la militar, yo diría, parafraseando a Lucrecio: devolvámosla a los que hacen la guerra. 80 http://www.scribd.com/users/Barricadas/document_collections
Este libro se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2003 en Impresiones Sud América SA, Andrés Ferreyra 3767/69, 1437, Buenos Aires, República Argentina. 81 http://www.scribd.com/users/Barricadas/document_collections
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