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cincuenta-sombras-liberadas-libro-3

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esta distancia de la costa, pero salgo de nuevo a la superficie en un segundo gracias al chaleco salvavidas.<br />

Tosiendo y escupiendo me quito el agua salada de los ojos y busco a Christian a mi alrededor. Ya está<br />

nadando hacia mí. La moto de agua flota inofensiva a unos metros de nosotros con el motor en silencio.<br />

—¿Estás bien? —Sus ojos están llenos de pánico cuando llega hasta mí.<br />

—Sí —digo con la voz quebrada por la euforia. ¿Ves, Christian? Esto es lo peor que te puede pasar con<br />

una moto de agua. Me acerca a su cuerpo para abrazarme y después me coge la cabeza entre las manos para<br />

examinar mi cara de cerca—. ¿Ves? No ha sido para tanto —le digo sonriendo en el agua.<br />

Por fin él también me sonríe, claramente aliviado.<br />

—No, supongo que no. Pero estoy mojado —gruñe en un tono juguetón.<br />

—Yo también estoy mojada.<br />

—A mí me gustas mojada —afirma con una mirada lujuriosa.<br />

—¡Christian! —le regaño tratando de fingir justa indignación. Él sonríe, guapísimo, y después se acerca y<br />

me da un beso apasionado. Cuando se aparta, estoy sin aliento.<br />

—Vamos. Volvamos. Ahora tenemos que ducharnos. Esta vez conduzco yo.<br />

Haraganeamos en la sala de espera de primera clase de British Airways en el aeropuerto de Heathrow a las<br />

afueras de Londres, esperando el vuelo de conexión que nos llevará de vuelta a Seattle. Christian está<br />

enfrascado en el Financial Times. Yo saco su cámara porque me apetece hacerle unas cuantas fotos. Está tan<br />

sexy con su camisa de lino blanca de marca, los vaqueros y las gafas de aviador colgando de la abertura de la<br />

camisa… El flash de la cámara le sorprende. Parpadea un par de veces y me sonríe con su sonrisa tímida.<br />

—¿Qué tal está, señora Grey? —me pregunta.<br />

—Triste por volver a casa —le digo—. Me gusta tenerte para mí sola.<br />

Me coge la mano y se la lleva a los labios para darme un suave beso en los nudillos.<br />

—A mí también.<br />

—¿Pero? —le pregunto porque he oído esa palabra al final de su frase, aunque no ha llegado a<br />

pronunciarla.<br />

Frunce el ceño.<br />

—¿Pero? —repite con aire de falsedad. Ladeo la cabeza y le miro con la expresión de «dímelo» que he ido<br />

perfeccionando durante los dos últimos días. Suspira y deja el periódico.<br />

—Quiero que cojan a ese pirómano para que podamos vivir nuestra vida en paz.<br />

—Ah. —Me parece lógico, pero me sorprende su sinceridad.<br />

—Voy a hacer que me traigan las pelotas de Welch en una bandeja si permite que vuelva a pasar algo<br />

como esto.<br />

Un escalofrío me recorre la espalda al oír su tono amenazador. Me mira impasible y no sé si está intentando<br />

ser frívolo. Hago lo único que se me ocurre para rebajar la repentina tensión que hay entre nosotros: levanto<br />

la cámara y le saco otra foto.

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