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Leer-Cuentos.-Horacio-Quiroga

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ocupado en chismes del oficio.En la mesa del bar –éramos más de quince– yo ocupé un rincón de lacabecera, lejos de la Phillips, a cuyo lado mi amigo tomó asiento. Y si lamiraba yo a ella no hay para qué insistir. Yo no hablaba, desde luego, puesno conocía a nadie; ellos, por su parte, no se preocupaban en lo más mínimode mí, ocupados en cruzar la mesa de diálogos en voz muy alta.Al cabo de una hora Burns me vio.—¡Hola! –me gritó–. Acérquese aquí. Duncan, deje su asiento, y cámbielopor el del señor. Es un amigo reciente, pero de unos puños magníficospara hacerse ilusiones. ¿Cierto? Bien, siéntese. Aquí tiene a su estrella.Puede acercarse más. Dolly, le presento a mi amigo Grant, Guillermo Grant.Habla inglés, pero es sudamericano, como a mil leguas de México. ¡Ojalá sehubieran quedado con el Arizona! No la presento a usted, porque mi amigola conoce. ¿La ilustración, Grant? Usted verá, Dolly, si digo bien.No tuve más remedio que tender el número que mi amigo comenzó ahojear del lado derecho de la Phillips.—Vaya viendo, Dolly. Aquí, como es usted. Aquí, como era en LolaMorgan...Le pasó el número, que ella prosiguió hojeando con una sonrisa. Miamigo había dicho ocho, pero eran doce los retratos de ella. Sonreía siempre,pasando rápidamente la vista sobre sus fotografías, hasta que se dignóvolverse a mí:—¿Suya, verdad, la edición? Es decir, ¿usted la dirige?—Sí, señora.Aquí una buena pausa, hasta que concluyó el número. Entonces, mirándomepor primera vez en los ojos, me dijo:—Estoy encantada...—No deseaba otra cosa.—Muy amable. ¿Podría quedarme con este número?Como yo demorara un instante en responder, ella añadió:—Si le causa la menor molestia...—¿A él?, no –observó mi amigo.—No es usted, Tom –objetó ella–, quien debe responder.A lo que repuse mirándola a mi vez en los ojos con tanta cordialidadbiblioteca ayacucho209

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