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Leer-Cuentos.-Horacio-Quiroga

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—Míreme bien en los ojos... así. Dígame ahora, ¿cree usted que tengocara de odiarla cuando la miro?Ella me miró, me miró...—Vamos –se arrancó pestañeando.Pero ya había sentido, a mi vez, al tener sus ojos en los míos lo que nadiees capaz de sentir sin romperse los dedos de impotente felicidad.—Cuando usted vuelva –dijo por fin en el auto– va a tener otra ideade mí.—Nunca.—Ya verá. Usted no debía haber venido...—¿Por usted o por mí?—Por los dos... ¡A casa, Harry!Y a mí:—¿Quiere que lo deje en alguna parte?—No; la acompaño hasta su casa.Pero antes de bajar me dijo con voz clara y grave:—Grant: respóndame con toda franqueza... ¿Usted tiene fortuna?En el espacio de un décimo de segundo reviví desde el principio todaesta historia, y vi la sima abierta por mí mismo, en la que me precipitaba.—Sí –respondí.—¿Muy grande? ¿Comprende por qué se lo pregunto?—Sí –reafirmé.Sus inmensos ojos se iluminaron, y me tendió la mano.—¡Hasta pronto, entonces! ¡Chao!Caminé los primeros pasos con los ojos cerrados. Otra voz y otro¡Chao!, que era ahora una bofetada, me llegaban desde el fondo de quincedías lejanísimos cuando al verla y soñar en su conquista me olvidé un instantede que yo no era sino un vulgar pillete.Nada más que esto; he aquí a lo que he llegado, y lo que busqué con todasmis psicologías. ¿No descubrí allá abajo que las estrellas son difíciles deobtener porque sí, y que se requiere una gran fortuna para adquirirlas? Allíestaba, pues, la confirmación. ¿No levanté un edificio cínico para compraruna sola mirada de amor de Dorothy Phillips? No podía quejarme.¿De qué, pues, me quejo?cuentos220

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