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Leer-Cuentos.-Horacio-Quiroga

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cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Perodesde que el mundo es mundo, nada, ni la presencia del Hombre sobreellas, podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntosparticulares.El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieronhasta la encía en el cuello de Anaconda. Ésta, con la maravillosamaniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzósu cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que enun instante se sintió ahogada. El boa, concentrando toda su vida en aquelabrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra realno soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir sucabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremoesfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor.La boca de la cobra semiasfixiada se desprendió babeando, mientras lacabeza libre de Anaconda hacía presa en el cuerpo de la Hamadrías.Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival,su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas,en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientesde Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron lagarganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga,con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.Ya estaba concluido. El boa abrió sus anillos, y el macizo cuerpo de lacobra real se escurrió pesadamente a tierra, muerta.—Por lo menos estoy contenta... –murmuró Anaconda, cayendo a suvez exánime sobre el cuerpo de la asiática.Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metrosel ladrido agudo del perro.Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de lacaverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muertepor la Selva entera.—¡Entremos! –gritaron, sin embargo, algunas.—¡No, aquí! ¡Muramos aquí! –ahogaron todas con sus silbidos.Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuellocuentos308

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