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max-lucado-aplauso_del_cielo-2 - Ondas del Reino

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«Porque», explicaba mi profesora con paciencia, «la música siempre es más dulce<br />

después de un descanso».<br />

A la edad de diez años eso no tenía sentido para mí. Pero ahora, unas pocas décadas<br />

más tarde, las palabras resuenan con sabiduría, sabiduría divina. A decir verdad, las<br />

palabras de mi profesora me hacen recordar las convicciones de otro Maestro.<br />

«Cuando vio a las multitudes, subió a la ladera de una montaña…»<br />

No lea la oración con tanta rapidez que se pierde la sorpresa. Mateo no escribió lo que<br />

usted esperaría que escribiese. El versículo no dice: «Cuando vio a las multitudes, se metió<br />

en medio de ellos». O «Cuando vio a las multitudes, sanó sus dolencias». O «Cuando vio a<br />

las multitudes, los sentó y comenzó a enseñarles». En otras ocasiones hizo eso… pero esta<br />

vez no.<br />

Antes de dirigirse a las masas, se fue a la montaña. Antes de que los discípulos se<br />

encontrasen con las multitudes, se encontraron con Cristo. Y antes de enfrentarse a la gente,<br />

les fue recordado lo sagrado.<br />

Con frecuencia escribo avanzada la noche. No necesariamente porque me guste, sino<br />

porque la cordura sólo llega a nuestra casa después <strong>del</strong> noticiero de las diez.<br />

A partir <strong>del</strong> momento que llego a casa por la tarde hasta el minuto que me siento ante la<br />

computadora unas cinco horas más tarde, el movimiento no se detiene. Treinta segundos<br />

después de trasponer el umbral, mis dos rodillas son atacadas por dos niñas chillonas. Me<br />

ponen en los brazos un bebé cuyo cabello parece pelusa y me estampan en los labios un<br />

beso de bienvenida al hogar.<br />

«Ha llegado la caballería», anuncio yo.<br />

«Y por cierto que sin un minuto de sobra», responde mi esposa Denalyn, con una grata<br />

sonrisa.<br />

Las horas que siguen traen un coro de sonidos familiares: risas, vajilla que se golpea,<br />

ruidos sobre el piso, gritos de agonía por golpes en los pies, salpicaduras al bañarse y<br />

ruidos sordos de juguetes que son lanzados a la cesta. La conversación es tan constante<br />

como predecible.<br />

«¿Puedo comer más cake?»<br />

«¡Jenna tiene mi muñeca!»<br />

«¿Puedo cargar al bebé?»<br />

«Querida, ¿dónde está el chupete?»<br />

«¿Hay algún camisón limpio en la secadora?»<br />

«Niñas, es hora de dormir».<br />

«¿Una canción más?»<br />

Después, al fin, se detiene el huracán de todas las noches y se aplaca el rugido. Mamá<br />

mira a papá. Se evalúan los daños <strong>del</strong> día y se hace la limpieza. Mamá se va a la cama y<br />

papá se dirige al cuarto de juegos para escribir.<br />

Es allí donde estoy ahora. Sentado, en quietud, acompañado por el golpeteo <strong>del</strong> teclado<br />

de la computadora, el aroma de café y el ritmo <strong>del</strong> lavaplatos. Lo que treinta minutos antes<br />

era una sala de juegos es ahora un estudio. Y, lo que ahora es un estudio quizás —sólo digo<br />

quizás— se convierta en un santuario. Pues lo que pueda suceder en los siguientes minutos<br />

raya en lo santo.<br />

La quietud reducirá el ritmo de mi pulso, el silencio me abrirá los oídos y sucederá algo<br />

sagrado. El suave golpeteo de los pies enfundados en sandalias romperá la quietud, una<br />

mano perforada extenderá una silenciosa invitación, y yo seguiré.

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