max-lucado-aplauso_del_cielo-2 - Ondas del Reino
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5<br />
LA PRISIÓN DEL ORGULLO<br />
E n comparación con las celdas brasileñas, esta no estaba tan mal. Había un<br />
ventilador sobre la mesa. Cada una de las camas gemelas tenía un <strong>del</strong>gado colchón y una<br />
almohacia. Había un inodoro y un lavatorio.<br />
No, tan mal no estaba. Pero, por otro lado, no era yo quien debía permanecer allí.<br />
Aníbal sí. Estaba ahí para quedarse.<br />
Más sorprendente aun que su nombre era el hombre mismo. El ancla tatuada en su<br />
antebrazo simbolizaba su personalidad: hierro forjado. Su amplio tórax estiraba su camisa.<br />
El movimiento más leve de su brazo abultaba sus bíceps. Su rostro tenía aspecto de cuero<br />
tanto por la textura como por el color. Su mirada penetrante podía ampollar a un adversario.<br />
Su sonrisa era una explosión de dientes blancos.<br />
Pero hoy la mirada penetrante se había ido y la sonrisa era forzada. Aníbal no se<br />
encontraba en las calles donde era el jefe; estaba en una cárcel donde era un prisionero.<br />
Había matado a un hombre, un «<strong>del</strong>incuente <strong>del</strong> vecindario», como lo llamaba Aníbal,<br />
un adolescente inquieto que vendía marihuana a los niños en las calles y fastidiaba a todos<br />
con su hablar. Una noche, el vendedor de drogas se excedió con sus palabras y Aníbal<br />
decidió silenciarlo. Se había ido <strong>del</strong> bar atestado donde ambos habían discutido, fue a su<br />
casa, sacó una pistola de un cajón y regresó al bar otra vez. Aníbal entró y llamó al<br />
muchacho por su nombre. El vendedor de drogas se volteó justo a tiempo para recibir una<br />
bala en el corazón.<br />
Aníbal era culpable. Punto. Su única esperanza era que el juez estuviese de acuerdo en<br />
que le había hecho un favor a la sociedad al desembarazarse de un problema <strong>del</strong> vecindario.<br />
En un mes sería sentenciado.<br />
Conocí a Aníbal por medio de un amigo cristiano, Daniel. Aníbal había levantado pesas<br />
en el gimnasio de Daniel. Este le había regalado una Biblia y lo había visitado varias veces.<br />
Esta vez Daniel me llevó a él para hablarle acerca de Jesús.<br />
Nuestro estudio se enfocó en la cruz. Hablamos acerca de la culpa. Acerca <strong>del</strong> perdón.<br />
Los ojos <strong>del</strong> asesino se suavizaron ante la idea de que aquel que mejor lo conoce es quien<br />
más lo ama. Su corazón fue tocado mientras hablábamos acerca <strong>del</strong> délo, una esperanza que<br />
ningún verdugo podía quitarle.<br />
Pero al empezar a tratar el tema de la conversión, el rostro de Aníbal empezó a<br />
endurecerse. La cabeza que antes se había inclinado hacia mí con interés, ahora se enderezó<br />
con cautela. A Aníbal no le agradó mi comentario de que el primer paso hacia Dios es<br />
reconocer la culpa. Le incomodaban frases como «Me he equivocado» y «perdóneme».<br />
Decir «Lo siento» no concordaba con su carácter. Nunca había retrocedido ante un hombre,<br />
y no estaba dispuesto a hacerlo ahora, aunque ese hombre fuese Dios.<br />
En un último esfuerzo por vencer su orgullo, le pregunté:<br />
—¿No quiere ir al <strong>cielo</strong>?