max-lucado-aplauso_del_cielo-2 - Ondas del Reino
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—Seguro —refunfuñó.<br />
—¿Está listo?<br />
Anteriormente quizás se hubiese jactado diciendo que sí, pero ya había escuchado<br />
demasiados versículos de la Biblia. Lo sabía bien.<br />
Clavó la mirada en el piso de concreto durante un largo rato, meditando en la pregunta.<br />
Por un momento pensé que su corazón de piedra se resquebraba. Durante un segundo,<br />
pareció que el rudo Aníbal reconocería sus fracasos por primera vez.<br />
Pero me equivoqué. Los ojos que se levantaron para encontrarse con los míos no<br />
estaban anegados de lágrimas; estaban airados. No eran los ojos de un pródigo arrepentido;<br />
eran los de un prisionero furioso.<br />
—Está bien —dijo encogiéndose de hombros—. Me convertiré en uno de sus cristianos.<br />
Pero no espere que cambie mi manera de vivir.<br />
La respuesta condicional me dejó un gusto amargo en la boca.<br />
—Usted no es quien establece las reglas —le dije—. No se trata de un contrato que<br />
usted negocia antes de firmarlo. Es un regalo… ¡un regalo inmerecido! Pero para poder<br />
recibirlo, hace falta que reconozca que lo necesita.<br />
—Está bien.<br />
Pasó sus gruesos dedos por su cabello y se puso de pie.<br />
—Pero no crea que va a verme en la iglesia los domingos. Suspiré. ¿Cuántos golpes en<br />
la cabeza es necesario que reciba un hombre para que pida ayuda?<br />
Al observar a Aníbal caminar de un lado a otro de la pequeña celda, comprendí que su<br />
verdadera prisión no estaba construida con ladrillos y argamasa, sino de orgullo. Había sido<br />
encarcelado dos veces. Una por asesinato y otra por obstinación. Una vez por su país y otra<br />
por sí mismo.<br />
La prisión <strong>del</strong> orgullo. Para la mayoría de nosotros no ocurre de manera tan declarada<br />
como en el caso de Aníbal, pero las características son las mismas. El labio superior<br />
siempre está rígido. El mentón siempre protubera hacia a<strong>del</strong>ante, y el corazón es igual de<br />
duro.<br />
La prisión de orgullo se llena de hombres autosuficientes y mujeres decididos a<br />
levantarse por sí mismos, con los cordones de sus botas, aunque se caigan de nalgas. No<br />
importa lo que hayan hecho, ni a quién se lo hayan hecho, ni dónde acabarán; sólo importa<br />
que «Lo hice a mi manera».<br />
Usted ha visto a los prisioneros. Ha visto al alcohólico que no reconoce su problema. O<br />
a la mujer que rehúsa hablar con alguien acerca de sus temores. Ha visto al hombre de<br />
negocios que se niega rotundamente a recibir ayuda, aun cuando sus sueños se desmoronen.<br />
Tal vez lo único que necesita hacer para ver tal prisionero es mirar al espejo.<br />
«Si confesamos nuestros pecados. Él es fiel y justo». 1 La palabra más grande en las<br />
Escrituras bien podría ser esa de dos letras, si. Pues la confesión de pecados —reconocer<br />
las fallas— es justamente lo que rehúsan hacer los prisioneros <strong>del</strong> orgullo.<br />
Usted conoce el dicho:<br />
«Bueno, tal vez no sea perfecto, pero soy mejor que Hitler y ¡por cierto más bondadoso<br />
que Idi Amin!»<br />
«¿Yo, pecador? Pues sí, claro, de vez en cuando armo un alboroto, pero soy un tipo<br />
bastante bueno».<br />
1 1 Juan 1.9 , énfasis mío.