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max-lucado-aplauso_del_cielo-2 - Ondas del Reino

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Jenna se zambulló, hurgando por las pelotas como un cachorro que cava en la tierra.<br />

Supe que había encontrado a su hermanita y que las dos luchaban a muerte cuando<br />

comenzaron a desplazarse olas de pelotas sobre la superficie de la fosa.<br />

A esta altura los demás padres estaban susurrando y señalando. Miré con expresión de<br />

desaliento al empleado que vigilaba la fosa. Ni tuve que decir palabra.<br />

—Entre —me dijo.<br />

Me desplacé a través de las pelotas hasta donde estaban mis dos ángeles, las separé,<br />

puse una debajo de cada brazo, y las llevé hasta el centro de la fosa. Las dejé junto a la<br />

mesa (los demás niños se alejaron corriendo cuando me vieron venir). Después marché de<br />

regreso hasta el costado de la fosa y me senté.<br />

Al contemplar a las niñas mientras jugaban con las pelotas, me pregunté: «¿Qué es lo<br />

que lleva a los niños a inmovilizarse aferrándose tan fuertemente a los juguetes?»<br />

Sentí una punzada al aparecer una respuesta. «Sea lo que fuere, lo aprendieron de sus<br />

padres».<br />

La determinación de Andrea de mantener agarradas esas pelotas no es nada comparado<br />

con la forma que tenemos de prendernos a la vida. Si usted piensa que era difícil la tarea de<br />

Jenna de quitarle las pelotas a su hermana Andrea, intente hacemos soltar nuestros tesoros<br />

terrenales. Trate de quitarle a una persona de cincuenta y cinco años su cuenta de<br />

jubilación. O trate de convencer a un joven profesional con éxito para que ceda su BMW. O<br />

pruebe su suerte con el guardarropas de alguna persona fascinada por su vestuario. Por<br />

nuestra manera de aferramos a nuestras posesiones y centavos, se diría que no podemos<br />

vivir sin ellos.<br />

Eso duele.<br />

La promesa de Jesús es amplia: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,<br />

porque serán saciados».<br />

Casi siempre obtenemos aquello de lo cual tenemos hambre y sed. El problema es que<br />

los tesoros de la tierra no satisfacen. La promesa es que los tesoros <strong>del</strong> <strong>cielo</strong> sí satisfacen.<br />

Dichosos, entonces, los que sostienen sus posesiones terrenales en palmas extendidas.<br />

Dichosos los que, si todo lo que poseen les fuese quitado, a lo sumo les causaría un<br />

inconveniente, porque su verdadera riqueza está en otra parte. Dichosos los que dependen<br />

totalmente de Jesús para su gozo.<br />

«Andrea», suplicaba su padre, «hay pelotas de sobra con las cuales poder jugar junto a<br />

la mesa. Concéntrate en caminar».<br />

«Max», suplica el Padre celestial, «hay más riquezas de las que te puedas imaginar en la<br />

mesa <strong>del</strong> banquete. Concéntrate en caminar».<br />

Nuestra resistencia a nuestro Padre es tan infantil como la de Andrea. Dios, por nuestro<br />

propio bien, intenta hacernos soltar algo que nos hará caer. Pero no aflojamos.<br />

«No, no dejaré de acudir a mi encuentro de fin de semana para obtener gozo eterno».<br />

«¿Cambiar una vida adicta a drogas y alcohol por una de paz y una promesa <strong>del</strong> <strong>cielo</strong>?<br />

¿Está bromeando?»<br />

«No quiero morir. No quiero un cuerpo nuevo. Quiero este. No me importa que esté<br />

gordo, se esté quedando pelado y su destino sea la descomposición. Quiero este cuerpo».<br />

Y allí yacemos, sumergidos en la fosa, aferrados desesperadamente a las mismas cosas<br />

que nos causan aflicción.<br />

Es asombroso que el Padre no se rinda.

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