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Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO

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Le explicó sus deberes. Le advirtió que no la perdiera de vista ni un momento y la<br />

tratara con afecto y comprensión, pero sin complacencias. Lo más importante era que<br />

no traspasara la cerca de espinos que haría construir entre el patio de los esclavos y el<br />

resto de la casa. En la mañana al despertar y en la noche antes de dormir debía darle<br />

un informe completo sin que él se lo preguntara.<br />

«Fíjate bien lo que haces y cómo lo haces»,<br />

concluyó. «Has de ser la única responsable de que estas mis órdenes se cumplan».<br />

A las siete de la mañana, después de enjaular los perros, el marqués fue a casa de<br />

Abrenuncio. El médico le abrió en persona, pues no tenía esclavos ni sirvientes. El<br />

marqués se hizo a sí mismo el reproche que creía merecer.<br />

«Éstas no son horas de visita», dijo.<br />

El médico le abrió el corazón, agradecido por el caballo que acababa de recibir. Lo<br />

llevó por el patio hasta el cobertizo de una antigua herrería de la que no quedaban<br />

sino los escombros de la fragua. El hermoso alazán de dos años, lejos de sus<br />

querencias, parecía azogado. Abrenuncio lo aplacó con palmaditas en las mejillas,<br />

mientras le murmuraba al oído vanas promesas en latín.<br />

El marqués le contó que al caballo muerto lo habían enterrado en la antigua huerta<br />

del hospital del <strong>Amor</strong> de Dios, consagrada como cementerio de ricos durante la peste<br />

del cólera. Abrenuncio se lo agradeció como un favor excesivo. Mientras hablaban, le<br />

llamó la atención que el marqués se mantuviera a distancia. Él le confesó que nunca<br />

se había atrevido a montar.<br />

«Temo tanto a los caballos como a las gallinas», dijo.<br />

«Es una lástima, porque la incomunicación con los caballos ha retrasado a la<br />

humanidad», dijo Abrenuncio.<br />

«Si alguna vez la rompiéramos podríamos fabricar el centauro».<br />

El interior de la casa, iluminado por dos ventanas abiertas a la mar grande, estaba<br />

arreglado con el preciosismo vicioso de un soltero empedernido.<br />

Todo el ámbito estaba ocupado por una fragancia de bálsamos que inducía a creer en<br />

la eficacia de la medicina. Había un escritorio en orden y una vidriera llena de pomos<br />

de porcelana con rótulos en latín. Relegada en un rincón estaba el arpa medicinal<br />

cubierta de un polvo dorado. Lo más notorio eran los libros, muchos en latín, con<br />

lomos historiados. Los había en vitrinas y en estantes abiertos, o puestos en el suelo<br />

con gran cuidado, y el médico caminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad<br />

de un rinoceronte entre las rosas. El marqués estaba abrumado por la cantidad.<br />

«Todo lo que se sabe debe de estar en este cuarto», dijo.<br />

«Los libros no sirven para nada», dijo Abrenuncio de buen humor.<br />

«La vida se me ha ido curando las enfermedades que causan los otros médicos con<br />

sus medicinas».<br />

Quitó un gato dormido de la poltrona principal, que era la suya, para que se sentara<br />

el marqués. Le sirvió un cocimiento de hierbas que él mismo preparó en el hornillo<br />

del atanor, mientras le hablaba de sus experiencias médicas, hasta que se dio cuenta<br />

de que el marqués había perdido el interés.<br />

Así era: se había levantado de pronto y le daba la espalda, mirando por la ventana el<br />

mar huraño. Por fin, siempre de espaldas, encontró el valor para empezar.<br />

«Licenciado», murmuró.<br />

Abrenuncio no esperaba el llamado.<br />

20 Gabriel García Márquez<br />

<strong>Del</strong> amor y otros demonios

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