Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO
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Sierva María, y la asperjó a lo largo del cuerpo murmurando una oración. De pronto<br />
profirió el conjuro que estremeció los fundamentos de la capilla.<br />
«Quienquiera que seas», gritó. «Por orden de Cristo, Dios y Señor de todo lo visible y<br />
lo invisible, de todo lo que es, lo que fue y lo que ha de ser, abandona ese cuerpo<br />
redimido por el bautismo vuelve a las tinieblas».<br />
Sierva María, fuera de sí por el terror, gritó también. El obispo aumentó la voz para<br />
acallarla, pero ella gritó más. El obispo aspiró a fondo y volvió a abrir la boca para<br />
continuar el conjuro, pero el aire se le murió dentro del pecho y no pudo expulsarlo.<br />
Se derrumbó de bruces, boqueando como un pescado en tierra, y la ceremonia<br />
terminó con un estrépito colosal.<br />
Cayetano encontró aquella noche a Sierva María tiritando de fiebre dentro de la<br />
camisa de fuerza. Lo que más lo indignó fue el escarnio del cráneo pelado. «Dios del<br />
cielo», murmuró con una rabia sorda, mientras la liberaba de las correas. «Cómo es<br />
posible que permitas este crimen». Tan pronto como quedó libre, Sierva María le<br />
saltó al cuello, y permanecieron abrazados sin hablar mientras ella lloraba. Él la dejó<br />
desahogarse. Luego le levantó la cara y le dijo: «No más lágrimas».<br />
Y enlazó con Garcilaso :<br />
«Bastan las que por vos tengo lloradas».<br />
Sierva María le contó la terrible experiencia de la capilla. Le habló del estruendo de<br />
los coros que parecían de guerra, de los gritos alucinados del obispo, de su aliento<br />
abrasador, de sus hermosos ojos verdes enardecidos por la conmoción.<br />
«Era como el diablo», dijo.<br />
Cayetano trató de calmarla. Le aseguró que a pesar de su corpulencia titánica, su voz<br />
tormentosa y sus métodos marciales, el obispo era un hombre bueno y sabio. Así que<br />
el pavor de Sierva María era comprensible, pero no corría ningún riesgo.<br />
«Lo que quiero es morirme», dijo ella.<br />
«Te sientes furiosa y derrotada, como me siento yo por no poder ayudarte», dijo él.<br />
«Pero Dios ha de gratificarnos en el día de la resurrección».<br />
Se quitó el collar de Oddúa que Sierva María le había regalado, y se lo puso a ella a<br />
falta de los suyos. Se tendieron en la cama, uno al lado del otro, y compartieron sus<br />
rencores, mientras el mundo se apagaba y sólo iba quedando el cositeo del comején<br />
en el artesonado. La fiebre cedió. Cayetano habló en las tinieblas.<br />
«En el Apocalipsis está anunciado un día que no amanecerá nunca», dijo. «Quiera<br />
Dios que sea hoy».<br />
Sierva María habría dormido una hora desde que se fue Cayetano, cuando un ruido<br />
nuevo la despertó. Frente a ella, acompañado por la abadesa, estaba un sacerdote<br />
viejo de talla imponente, de piel parda atesada por el salitre, con la testa de crines<br />
paradas, las cejas agrestes, las manos montaraces, y unos ojos que invitaban a la<br />
confianza.<br />
Antes de que Sierva María acabara de despertar, el sacerdote le dijo en lengua<br />
yoruba:<br />
«Te traigo tus collares» .<br />
Los sacó del bolsillo, tal como la ecónoma del convento se los había devuelto por<br />
exigencia suya.<br />
A medida que se los colgaba en el cuello a Sierva María los iba enumerando y<br />
definiendo en lenguas africanas: el rojo y blanco del amor y la sangre de Changó, el<br />
76 Gabriel García Márquez<br />
<strong>Del</strong> amor y otros demonios