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Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO

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La ciudad sobrecogida interpretó la tragedia como una deflagración de la cólera<br />

divina por una culpa inconfesable. El marqués ordenó funerales de reina, en los<br />

cuales se mostró por primera vez con los tafetanes negros y la color macilenta que<br />

había de llevar hasta siempre. Al regreso del cementerio lo sorprendió una nevada de<br />

palomitas de papel sobre los naranjos del huerto. Atrapó una al azar, la deshizo, y<br />

leyó: Ese rayo era mío.<br />

Antes de terminar el novenario había hecho donación a la iglesia de los bienes<br />

materiales que sustentaron la grandeza del mayorazgo: una hacienda de ganado en<br />

Mompox y otra en Ayapel, y dos mil hectáreas en Mahates, a sólo dos leguas de aquí,<br />

con varios hatos de caballos de monta y de paso, una hacienda de labranza y el mejor<br />

trapiche de la costa caribe. Sin embargo, la leyenda de su fortuna se fundaba en un<br />

latifundio inmenso y ocioso, cuyos linderos imaginarios se perdían en la memoria<br />

más allá de los pantanos de La Guaripa y los bajos de La Pureza hasta los manglares<br />

de Urabá. Lo único que conservó fue la mansión señorial con el patio de la<br />

servidumbre reducido al mínimo, y el trapiche de Mahates. A Dominga de Adviento<br />

le entregó el gobierno de la casa. Al viejo Neptuno le mantuvo la dignidad de<br />

cochero que le concedió el primer marqués, y lo encargó de velar por lo poco que<br />

quedaba de la caballeriza doméstica.<br />

Por primera vez solo en la tenebrosa mansión de sus mayores, apenas si podía<br />

dormir en la oscuridad, por el miedo congénito de los nobles criollos de ser<br />

asesinados por sus esclavos durante el sueño. Despertaba de golpe, sin saber si los<br />

ojos febriles que se asomaban por los tragaluces eran de este mundo o del otro. Iba en<br />

puntillas a la puerta, la abría de pronto, y sorprendía a un negro que lo aguaitaba por<br />

la cerradura. Los sentía deslizarse con pasos de tigre por los corredores, desnudos y<br />

embadurnados de grasa de coco para que no pudieran atraparlos. Aturdido por<br />

tantos miedos juntos ordenó que las luces permanecieran encendidas hasta el<br />

amanecer, expulsó a los esclavos que poco a poco se apoderaban de los espacios<br />

vacíos, y llevó a la casa los primeros mastines amaestrados en artes de guerra.<br />

El portón se cerró. Relegaron los muebles franceses cuyos terciopelos apestaban por<br />

la humedad, vendieron los gobelinos y las porcelanas y las obras maestras de<br />

relojería, y se conformaron con hamacas de lampazo para entretener el calor en las<br />

recámaras desmanteladas. El marqués no volvió a misa ni a retiros, ni llevó el palio<br />

del Santísimo en las procesiones, ni guardó fiestas ni respetó cuaresmas, aunque<br />

siguió puntual en el pago de los tributos a la Iglesia. Se refugió en la hamaca, a veces<br />

en el dormitorio por los sopores de agosto, y casi siempre para la siesta bajo los<br />

naranjos del huerto. Las locas le tiraban sobras de cocina y le gritaban obscenidades<br />

tiernas, pero cuando el gobierno le ofreció el favor de mudar el manicomio, se opuso<br />

por gratitud con ellas.<br />

Vencida por los desaires del pretendido, Dulce Olivia se consoló con la añoranza de<br />

lo que no fue. Se escapaba de la Divina Pastora por los portillos del huerto cada vez<br />

que podía. Amansó e hizo suyos los mastines de presa con cebos de buen amor, y<br />

dedicaba sus horas de sueño a cuidar de la casa que nunca tuvo, a barrerla con<br />

escobas de albahaca para la buena suerte y a colgar ristras de ajo en los dormitorios<br />

para espantar a los mosquitos. Dominga de Adviento, cuya mano derecha no dejaba<br />

nada al azar, murió sin descubrir por qué los corredores amanecían más limpios de<br />

como anochecían, y las cosas que ordenaba de un modo amanecían de otro. Antes de<br />

26 Gabriel García Márquez<br />

<strong>Del</strong> amor y otros demonios

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