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Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO

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«Lo que estamos viendo habla por sí», dijo la abadesa.<br />

«Tenga cuidado», dijo <strong>Del</strong>aura. «A veces atribuimos al demonio ciertas cosas que no<br />

entendemos, sin pensar que pueden ser cosas que no entendemos de Dios».<br />

«Santo Tomás lo dijo ya él me atengo», dijo la abadesa: «A los demonios no hay que<br />

creerles ni cuando dicen la verdad» En el segundo piso empezaba el sosiego. A un<br />

lado estaban las celdas vacías cerradas con candado durante el día, y enfrente la<br />

hilera de ventanas abiertas al esplendor del mar. Las novicias no parecían distraerse<br />

de sus labores, pero en realidad estaban pendientes de la abadesa y su visitante<br />

mientras se dirigían al pabellón de la cárcel. Antes de llegar al final del corredor,<br />

donde estaba la celda de Sierva María, pasaron por la de Martina Laborde, una<br />

antigua monja condenada a cadena perpetua por haber matado a dos compañeras<br />

suyas con un cuchillo de destazar. Nunca confesó el motivo. Llevaba allí once años, y<br />

era más conocida por sus evasiones frustradas que por su crimen. Nunca aceptó que<br />

estar presa de por vida fuera igual a ser monja de clausura, y era tan consecuente que<br />

se había ofrecido para seguir cumpliendo la condena como sirvienta en el pabellón<br />

de las enterradas vivas. Su obsesión implacable, a la que se consagró con tanto ahínco<br />

como a su fe, era la de ser libre aunque tuviera que volver a matar.<br />

<strong>Del</strong>aura no resistió la curiosidad un tanto pueril de asomarse a la celda por entre las<br />

barras de hierro de la ventanilla. Martina estaba de espaldas. Cuando se sintió<br />

mirada se volvió hacia la puerta, y <strong>Del</strong>aura padeció al instante el poder de su<br />

hechizo. Inquieta, la abadesa lo apartó de la ventanilla.<br />

«Tenga cuidado», le dijo. «Esa criatura es capaz de todo».<br />

«¿Tanto así», dijo <strong>Del</strong>aura.<br />

«Así de tanto», dijo la abadesa. «Si de mí dependiera estaría libre desde hace mucho<br />

tiempo.<br />

Es una causa de perturbación demasiado grande para este convento».<br />

Cuando la guardiana abrió la puerta, la celda de Sierva María exhaló un vaho de<br />

podredumbre. La niña yacía bocarriba en la cama de piedra sin colchón, atada de<br />

pies y manos con correas de cuero.<br />

Parecía muerta, pero sus ojos tenían la luz del mar.<br />

<strong>Del</strong>aura la vio idéntica a la de su sueño, y un temblor se apoderó de su cuerpo y lo<br />

empapó de un sudor helado. Cerró los ojos y rezó en voz baja, con todo el peso de su<br />

fe, y cuando terminó había recobrado el dominio.<br />

«Aunque no estuviera poseída por ningún demonio», dijo,<br />

«esta pobre criatura tiene aquí el ambiente más propicio para estarlo».<br />

La abadesa replicó: «Honor que no merecemos».<br />

Pues habían hecho todo para mantener la celda en el mejor estado, pero Sierva María<br />

generaba su propio muladar.<br />

«Nuestra guerra no es contra ella sino contra los demonios que la habiten», dijo<br />

<strong>Del</strong>aura.<br />

Entró caminando en puntillas para sortear las inmundicias del piso, y asperjó la celda<br />

con el hisopo del agua bendita, murmurando las fórmulas rituales. La abadesa se<br />

aterrorizó con los lamparones que iba dejando el agua en las paredes.<br />

«¡Sangre!», gritó.<br />

<strong>Del</strong>aura le impugnó su ligereza de juicio. No porque el agua fuera roja tenía que ser<br />

sangre, y aun siéndolo, no tenía por qué ser cosa del diablo.<br />

Gabriel García Márquez 49<br />

<strong>Del</strong> amor y otros demonios

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