Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO
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ojo y negro de la vida y la muerte de Elegguá, las siete cuentas de agua y azul pálido<br />
de Yemayá. Él se paseaba con tacto sutil del yoruba al congo y del congo al<br />
mandinga, y ella lo seguía con gracia y fluidez. Si al final pasó al castellano<br />
fue sólo por consideración con la abadesa, incrédula de que Sierva María fuera capaz<br />
de tanta dulzura.<br />
Era el padre Tomás de Aquino de Narváez, antiguo fiscal del Santo Oficio en Sevilla<br />
y párroco del barrio de los esclavos, escogido por el obispo para sustituirlo en los<br />
exorcismos por sus impedimentos de salud. Su historial de hombre duro no<br />
dejaba dudas. Había llevado a la hoguera a once herejes,judíos y mahometanos, pero<br />
su crédito se fundaba sobre todo en las almas numerosas que había logrado<br />
arrebatarles a los demonios más astutos de Andalucía. Era fino de gustos y maneras<br />
con la dicción dulce de los canarios. Había nacido aquí, hijo de un procurador del rey<br />
que se casó con su esclava cuarterona, y había hecho su noviciado en el seminario<br />
local una vez demostrada la limpieza de su linaje por cuatro generaciones de blancos.<br />
Sus buenas calificaciones le merecieron el doctorado en Sevilla, donde vivió y<br />
predicó hasta sus cincuenta años. De regreso a la tierra había pedido la parroquia<br />
más humilde, se apasionó por las religiones y las lenguas africanas, y vivió como otro<br />
esclavo entre los esclavos. Nadie parecía mejor hecho para entenderse con Sierva<br />
María y enfrentarse con más razón a sus demonios. Sierva María lo reconoció al<br />
instante como un arcángel de salvación, y no se equivocó. En presencia de ella<br />
desarticuló los argumentos de las actas y le demostró a la abadesa que ninguno de<br />
ellos era terminante. Le enseñó que los demonios de América eran los mismos de<br />
Europa, pero su advocación y su conducta eran distintas. Le explicó las cuatro reglas<br />
de uso para reconocer la posesión demoníaca y le hizo ver qué fácil resultaba al<br />
demonio servirse de ellas para que se creyera lo contrario. Se despidió de Sierva<br />
María con un pellizco de cariño en la mejilla.<br />
«Duerme tranquila», le dijo. «Con peores enemigos me las he visto» .<br />
La abadesa quedó tan bien dispuesta, que lo invitó al célebre chocolate perfumado de<br />
las clarisas, con las galletitas de anís y los prodigios de repostería reservados a los<br />
elegidos. Mientras lo tomaban en el refectorio privado, él impartió sus instrucciones<br />
para los pasos siguientes. La abadesa las acató complacida.<br />
«No tengo ningún interés en que a esa infeliz le vaya bien o mal», dijo. «Lo que le<br />
ruego a Dios es que salga cuanto antes de este convento».<br />
El padre le prometió que pondría la mayor diligencia para que fuera asunto de días,<br />
ojalá de horas. Al despedirse en el locutorio, ambos complacidos, ni el uno ni el otro<br />
podía imaginarse que nunca más volverían a verse.<br />
Así fue. El padre Aquino, como lo llamaban sus feligreses, se fue caminando hasta su<br />
iglesia, pues hacía tiempo que rezaba poco y lo compensaba ante Dios reviviendo<br />
cada día el martirio de sus nostalgias. Se demoró en los portales, aturdido por los<br />
pregones de los vendedores de todo, a la espera de que bajara el sol para atravesar el<br />
barrizal del puerto.<br />
Compró los dulces más baratos y una fracción de la lotería de los pobres con la<br />
ilusión incorregible de ganársela para restaurar su templo perdulario. Se entretuvo<br />
una media hora conversando con las matronas negras, sentadas como ídolos<br />
monumentales frente a las baratijas de artesanía expuestas en el suelo sobre esteras<br />
de yute. Hacia las cinco cruzó el puente levadizo de Getsemaní, donde acababan de<br />
Gabriel García Márquez 77<br />
<strong>Del</strong> amor y otros demonios