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Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO

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DOS<br />

Nunca se supo cómo había llegado el marqués a semejante estado de desidia, ni<br />

porqué mantuvo un matrimonio tan mal avenido cuando tenía la vida resuelta para<br />

una viudez apacible. Habría podido ser lo que hubiera querido, por el poder<br />

desmesurado del primer marqués, su padre, Caballero de la Orden de Santiago,<br />

negrero de horca y cuchillo y maestre de campo sin corazón, a quien el rey su señor<br />

no escatimó honores y prebendas ni castigó injusticias.<br />

Ygnacio, el heredero único, no daba señales de nada. Creció con signos ciertos de<br />

retraso mental, fue analfabeto hasta la edad de merecer, y no quería a nadie. El<br />

primer síntoma de vida que se le conoció a los veinte años fue que estaba de amores<br />

y en disposición de casarse con una de las reclusas de la Divina Pastora, cuyos<br />

cantos y gritos arrullaron su infancia. Se llamaba Dulce Olivia. Era hija única en una<br />

familia de talabarteros de reyes y había tenido que aprender el arte de hacer sillas de<br />

montar para que no se extinguiera con ella una tradición de casi dos siglos. A esa<br />

rara intromisión en un oficio de hombres se atribuyó el que hubiera perdido el juicio,<br />

y de tan mala manera, que costó trabajo enseñarla a que no se comiera sus propias<br />

miserias. Salvo por eso, habría sido un partido más que mejor para un marqués<br />

criollo de tan escasas luces.<br />

Dulce Olivia tenía un ingenio vivo y buen carácter, y no era fácil descubrir que estaba<br />

loca. Desde la primera vez que la vio, el joven Ygnacio la distinguió en el tumulto de<br />

la terraza, y ese mismo día se entendieron por señas. Ella, cocotóloga insigne, le<br />

mandaba mensajes en palomitas de papel. Él aprendió a leer y escribir para<br />

corresponder con ella, y ese fue el principio de una pasión legítima que nadie quiso<br />

entender. Escandalizado, el primer marqués conminó al hijo a que hiciera un<br />

desmentido público.<br />

«No sólo es cierto», le replicó Ygnacio, «sino que tengo la licencia de ella para pedir<br />

su mano».Y ante el argumento de la locura, contestó con el suyo:<br />

«Ningún loco está loco si uno se conforma con sus razones».<br />

El padre lo desterró en sus haciendas con un mandato de dueño y señor que él no se<br />

dignó utilizar. Fue una muerte en vida. Ygnacio tenía terror de los animales, menos<br />

de las gallinas. Sin embargo, en las haciendas observó de cerca una gallina viva, se la<br />

imaginó aumentada al tamaño de una vaca, y se dio cuenta de que era un endriago<br />

mucho más pavoroso que cualquier otro de la tierra o del agua. Sudaba frío en la<br />

oscuridad y despertaba sin aire en la madrugada por el silencio fantasmal de los<br />

potreros. El mastín de presa que velaba sin pestañear frente a su dormitorio lo<br />

inquietaba más que los otros peligros. Él lo había dicho: «Vivo espantado de estar<br />

vivo». En el destierro adquirió el talante lúgubre, la catadura sigilosa, la índole<br />

contemplativa, las maneras lánguidas, el habla despaciosa, y una vocación mística<br />

que parecía condenarlo a una celda de clausura.<br />

Al primer año de destierro lo despertó un fragor como de ríos crecidos, y era que los<br />

animales de la hacienda estaban abandonando sus dormideros a campo traviesa y en<br />

silencio absoluto bajo la luna llena. Derribaban sin ruido cuanto les impidiera el paso<br />

en línea recta a través de dehesas y cañaverales, torrenteras y pantanos. <strong>Del</strong>ante iban<br />

24 Gabriel García Márquez<br />

<strong>Del</strong> amor y otros demonios

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