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Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO

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hacia adelante para respirar mejor. Llevaba unas abarcas de labriego y una camisola<br />

de lienzo basto con pedazos luidos por los abusos del jabón. La sinceridad de su<br />

pobreza se notaba a primera vista. Sin embargo, lo más notable era la pureza de sus<br />

ojos, sólo comprensible por algún privilegio del alma.<br />

Dejó de mecerse tan pronto como vio al marqués en la puerta, y le hizo una señal<br />

afectuosa con el abanico.<br />

«Adelante, Ygnacio», le dijo. «Ésta es tu casa».<br />

El marqués se secó en los pantalones el sudor de las manos, franqueó la puerta y se<br />

encontró en una terraza al aire libre, bajo un palio de campánulas amarillas y<br />

helechos colgados, desde donde se veían las torres de todas las iglesias, los tejados<br />

rojos de las casas principales, los palomares adormilados por el calor, las<br />

fortificaciones militares perfiladas contra el cielo de vidrio, y el mar ardiente. El<br />

obispo tendió con toda intención su mano de soldado, y el marqués le besó el anillo.<br />

A causa del asma su respiración era grande y pedregosa, y sus frases estaban<br />

perturbadas por suspiros inoportunos y por una tos áspera y breve, pero nada<br />

afectaba su elocuencia. Estableció de inmediato un intercambio fácil de minucias<br />

cotidianas. Sentado frente a él, el marqués agradeció aquel preámbulo de<br />

consolación, tan rico y dilatado, que fueron sorprendidos por las campanadas de las<br />

cinco. Más que un sonido fue una trepidación que hizo vibrar la luz de la tarde y el<br />

cielo se llenó de palomas asustadas.<br />

«Es horrible», dijo el obispo. «Cada hora me resuena en las entrañas como un temblor<br />

de tierra».<br />

La frase sorprendió al marqués, pues era lo mismo que él había pensado cuando<br />

dieron las cuatro. Al obispo le pareció una coincidencia natural. «Las ideas no son de<br />

nadie», dijo. Dibujó en el aire con el índice una serie de círculos continuos, y<br />

concluyó:<br />

«Andan volando por ahí, como los ángeles».<br />

Una monja de servicio llevó una garrafa con frutas picadas en un vinazo de dos<br />

orejas, y un platón de aguas humeantes que impregnaron el aire de un olor<br />

medicinal. El obispo aspiró el vapor con los ojos cerrados, y cuando emergió del<br />

éxtasis era otro: dueño absoluto de su autoridad.<br />

«Te hemos hecho venir», dijo al marqués, «porque sabemos que estás necesitando de<br />

Dios y te haces el distraído».<br />

La voz había perdido sus tonalidades de órgano y los ojos recobraron el fulgor<br />

terrenal. El marqués se tomó de un sorbo la mitad del vaso de vino para ponerse a<br />

tono.<br />

«Su Señoría Ilustrísima debe saber que arrastro la más grande desgracia que puede<br />

sufrir un ser humano», dijo, con una humildad desarmante. «He<br />

dejado de creer».<br />

«Ya lo sabemos, hijo», replicó el obispo sin sorpresa. «Cómo no íbamos a saberlo!»Lo<br />

dijo con una cierta alegría, pues también él, siendo alférez del rey en Marruecos,<br />

había perdido la fe a los veinte años en medio del fragor de un combate. «Fue la<br />

certidumbre fulminante de que Dios había dejado de ser», dijo. Aterrado, se entregó<br />

a una vida de oración y penitencia.<br />

«Hasta que Dios se apiadó de mí y me indicó el camino de la vocación», concluyó.<br />

«Así que lo esencial no es que tú no creas, sino que Dios siga creyendo en ti. Y de eso<br />

34 Gabriel García Márquez<br />

<strong>Del</strong> amor y otros demonios

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