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Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO

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Feliz con las buenas nuevas, el marqués empezó a pensar en un viaje a Sevilla para<br />

que Sierva María se restableciera de sus pesares callados y terminara su educación<br />

del mundo. Las fechas y el rumbo estaban ya acordados, cuando Caridad del Cobre<br />

lo despertó de la siesta con la noticia brutal:<br />

«Mi pobre niña, señor, ya se está volviendo perro».<br />

Llamado de urgencia, Abrenuncio desmintió la superstición popular de que los<br />

arrabiados terminaban por ser iguales al animal que los mordió. Comprobó que la<br />

niña tenía un poco de fiebre, y aunque ésta se consideraba una enfermedad en sí<br />

misma y no un síntoma de otros males, no la pasó por alto. Le advirtió al atribulado<br />

señor que la niña no estaba a salvo de cualquier mal, pues el mordisco de un perro,<br />

con rabia o sin ella, no preservaba contra nada. Como siempre, el único recurso era<br />

esperar. El marqués le preguntó:<br />

«¿Es lo último que puede decirme»<br />

«La ciencia no me ha dado los medios para decirle nada más», le replicó el médico<br />

con la misma acidez. «Pero si no cree en mí le queda todavía un recurso: confíe en<br />

Dios».<br />

El marqués no entendió.<br />

«Hubiera jurado que usted era incrédulo», dijo.<br />

El médico no se volvió siquiera a mirarlo:<br />

«Qué más quisiera yo, señor».<br />

El marqués no se confió a Dios, sino a todo el que le diera alguna esperanza. En la<br />

ciudad había otros tres médicos graduados, seis boticarios, once barberos<br />

sangradores y un número incontable de curanderos y dómines en mesteres de<br />

hechicería, a pesar de que la Inquisición había condenado a mil trescientos a distintas<br />

penas en los últimos cincuenta años, y ejecutado a siete en la hoguera. Un médico<br />

joven de Salamanca le abrió a Sierva María la herida sellada y le puso unas<br />

cataplasmas cáusticas para extraer los humores rancios. Otro intentó lo mismo con<br />

sanguijuelas en la espalda.<br />

Un barbero sangrador le lavó la herida con la orina de ella misma y otro se la hizo<br />

beber. Al cabo de dos semanas había soportado dos baños de hierbas y dos lavativas<br />

emolientes por día, y la habían llevado al borde de la agonía con pócimas de estibio<br />

natural y otros filtros mortales.<br />

La fiebre cedió, pero nadie se atrevió a proclamar que la rabia estuviera conjurada.<br />

Sierva María se sentía morir. Al principio había resistido con el orgullo intacto, pero<br />

a las dos semanas sin ningún resultado tenía una úlcera de fuego en el tobillo, la piel<br />

escaldada por sinapismos y vejigatorios, y el estómago en carne viva. Había pasado<br />

por todo: vértigos, convulsiones, espasmos, delirios, solturas de vientre y de vejiga, y<br />

se revolcaba por los suelos aullando de dolor y de furia.<br />

Hasta los curanderos más audaces la abandonaron a su suerte, convencidos de que<br />

estaba loca, o poseída por los demonios. El marqués había perdido toda ilusión<br />

cuando apareció Sagunta con la llave de San Huberto.<br />

Fue el final. Sagunta se desnudó de sus sábanas y se embadurnó de unturas de indios<br />

para restregar su cuerpo con el de la niña desnuda. Esta se resistió de pies y manos a<br />

pesar de su debilidad extrema, y Sagunta la sometió por la fuerza. Bernarda oyó<br />

desde su cuarto los alaridos dementes. Corrió a ver qué pasaba, y encontró a Sierva<br />

María pataleando en el piso, y a Sagunta encima de ella, envuelta en la marejada de<br />

32 Gabriel García Márquez<br />

<strong>Del</strong> amor y otros demonios

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