Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO
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estuvo el cementerio de las primeras clarisas. Salía justo debajo del pabellón de la<br />
cárcel, y frente a un muro alto y áspero que parecía inaccesible. Sin embargo,<br />
Cayetano consiguió escalarlo al cabo de muchos intentos frustrados, como creía<br />
conseguirlo todo por el poder de la oración.<br />
El pabellón era un remanso en la madrugada.<br />
Seguro de que la vigilante dormía fuera, sólo se cuidó de Martina Laborde, que<br />
roncaba con la puerta entreabierta. Hasta ese momento lo había tenido en vilo la<br />
tensión de la aventura, pero cuando se vio frente a la celda, con el candado abierto en<br />
la argolla, el corazón se le salió de quicio. Empujó la puerta con la punta de .los<br />
dedos, dejó de vivir mientras duró el chillido de los goznes, y vio a Sierva María<br />
dormida a la luz de la veladora del Santísimo. Ella abrió los ojos de pronto, pero se<br />
demoró para reconocerlo con el camisón de lienzo de los enfermeros de leprosos.<br />
El le mostró las uñas ensangrentadas.<br />
«Escalé la tapia», le dijo sin voz.<br />
Sierva María no se conmovió.<br />
«Para qué», dijo.<br />
«Para verte», dijo él.<br />
No supo qué más decir, aturdido por el temblor de las manos y las grietas de la voz.<br />
«Váyase», dijo Sierva María.<br />
Él negó con la cabeza varias veces por miedo de que le fallara la voz. «Váyase»,<br />
repitió ella. «O me pongo a gritar». Él estaba entonces tan cerca que podía sentir su<br />
aliento virgen.<br />
«Así me maten no me voy», dijo. Y de pronto se sintió del otro lado del terror, y<br />
agregó con voz firme: «De modo que si vas a gritar puedes empezar ya» .<br />
Ella se mordió los labios. Cayetano se sentó en la cama y le hizo el relato minucioso<br />
de su castigo, pero no le dijo las razones. Ella entendió más de lo que él era capaz de<br />
decir. Lo miró sin recelos y le preguntó por qué no tenía el parche en el ojo.<br />
«Ya no me hace falta», dijo él, alentado. «Ahora cierro los ojos y veo una cabellera<br />
como un río de oro».<br />
Se fue al cabo de dos horas, feliz, porque Sierva María aceptó que volviera, siempre<br />
que le llevara sus dulces favoritos de los portales. Llegó tan temprano la noche<br />
siguiente que aún había vida en el convento, y ella tenía el candil encendido para<br />
terminar el bordado de Martina. La tercera noche llevó mechas y aceite para<br />
alimentar la luz. La cuarta noche, sábado, estuvo varias horas ayudándola a<br />
espulgarse de los piojos que habían vuelto a proliferar en el encierro. Cuando la<br />
cabellera quedó limpia y peinada, él sintió una vez más el sudor glacial de la<br />
tentación. Se acostó junto a Sierva María con la respiración desacordada y se<br />
encontró con sus ojos diáfanos a un palmo de los suyos. Ambos se aturdieron. Él,<br />
rezando de miedo, le sostuvo la mirada. Ella se atrevió a hablar:<br />
«¿Cuántos años tiene»<br />
«Cumplí treinta y seis en marzo», dijo él.<br />
Ella lo escudriñó.<br />
«Ya es un viejecito», le dijo con un punto de burla. Se fijó en los surcos de su frente, y<br />
agregó con toda la inclemencia de su edad: «Un viejecito arrugado». El lo tomó con<br />
buen ánimo. Sierva María le preguntó por qué tenía un mechón blanco.<br />
«Es un lunar», dijo él.<br />
72 Gabriel García Márquez<br />
<strong>Del</strong> amor y otros demonios