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Marquez Del Amor.pdf - Serwis Informacyjny WSJO

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«¿Ajá»<br />

«Bajo la gravedad del sigilo médico, y sólo para su gobierno, le confieso que es<br />

verdad lo que dicen», dijo el marqués en un tono solemne.<br />

«El perro rabioso mordió también a mi hija».<br />

Miró al médico y se encontró con un alma en paz.<br />

«Ya lo sé», dijo el doctor. «Y supongo que por eso ha venido a una hora tan<br />

temprana».<br />

«Así es», dijo el marqués. Y repitió la pregunta que ya había hecho sobre el mordido<br />

del hospital:<br />

«¿ Qué podemos hacer»<br />

En vez de su respuesta brutal del día anterior, Abrenuncio pidió ver a Sierva María.<br />

Era eso lo que el marqués quería pedirle. Así que estaban de acuerdo, y el coche los<br />

esperaba en la puerta.<br />

Cuando llegaron a la casa, el marqués encontró a Bernarda sentada al tocador,<br />

peinándose para nadie con la coquetería de los años lejanos en que hicieron el amor<br />

por última vez, y que él había borrado de su memoria. El cuarto estaba saturado de la<br />

fragancia primaveral de sus jabones. Ella vio al marido en el espejo, y le dijo sin<br />

acidez:<br />

«¿Quiénes somos para andar regalando caballos»<br />

El marqués la eludió. Cogió de la cama revuelta la túnica de diario, se la tiró encima a<br />

Bernarda, y le ordenó sin compasión:<br />

«Vístase, que aquí está el médico».<br />

«Dios me libre», dijo ella.<br />

«No es para usted, aunque buena falta le hace»,<br />

dijo él. «Es para la niña».<br />

«No le servirá de nada», dijo ella. «O se muere o no se muere: no hay de otra». Pero<br />

la curiosidad pudo más: «¿Quién es»<br />

«Abrenuncio», dijo el marqués.<br />

Bernarda se escandalizó. Prefería morirse como estaba, sola y desnuda, antes que<br />

poner su honra en manos de un judío agazapado. Había sido médico en casa de sus<br />

padres, y lo habían repudiado porque propalaba el estado de los pacientes para<br />

magnificar sus diagnósticos. El marqués la enfrentó.<br />

«Aunque usted no lo quiera, y aunque yo lo quiera menos, usted es su madre», dijo.<br />

«Es por ese derecho sagrado que le pido dar fe del examen».<br />

«Por mí hagan lo que les dé la gana», dijo Bernarda. «Yo estoy muerta».<br />

Al contrario de lo que podía esperarse, la niña se sometió sin remilgos a una<br />

exploración minuciosa de su cuerpo, con la curiosidad con que hubiera observado un<br />

juguete de cuerda. «Los médicos vemos con las manos», le dijo Abrenuncio. La niña,<br />

divertida, le sonrió por primera vez.<br />

Las evidencias de su buena salud estaban a la vista, pues a pesar de su aire desvalido<br />

tenía un cuerpo armonioso, cubierto de un vello dorado, casi invisible, y con los<br />

primeros retoños de una floración feliz. Tenía los dientes perfectos, los ojos<br />

clarividentes, los pies reposados, las manos sabias, y cada hebra de su cabello era el<br />

preludio de una larga vida. Contestó de buen ánimo y con mucho dominio el<br />

interrogatorio insidioso, y había que conocerla demasiado para descubrir que<br />

Gabriel García Márquez 21<br />

<strong>Del</strong> amor y otros demonios

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