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Un Final Perfecto - John Katzenbach

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ápidamente la comida ligera, se recostó en el asiento y abrió un ejemplar del<br />

último libro de su marido. Era la misma novela con el cuchillo dentado en la<br />

cubierta. Ya había leído el libro al menos cuatro veces, hasta tal punto que se<br />

sabía algunos pasajes de memoria. No le había dicho a su marido que era capaz<br />

de aquello, era una parte de su amor que le gustaba guardarse para ella.<br />

Él tampoco sabía que poco después de que ella se enterara de su queja al<br />

editor sobre la sobrecubierta, había enviado una carta furibunda a la editorial<br />

señalando ese mismo problema. Hacía apenas un año que estaban casados pero<br />

la lealtad formaba parte integral de su amor, pensaba ella. Había soltado una<br />

arenga al editor diciéndole que la cubierta daba pie a confusiones y que resultaba<br />

inapropiada y que no volvería a comprar otra novela de esa editorial. Por<br />

impropio de ella que fuera, había llenado la carta de amenazas violentas y<br />

obscenidades descabelladas.<br />

Se había dejado llevar y al menos había tenido la sensatez de no firmar con<br />

su nombre.<br />

En el aula hacía calor. Cerró los ojos un momento.<br />

Cuando se permitía soñar despierta, solía imaginarse en un entorno público,<br />

un restaurante o cine o incluso una librería, donde tendría la oportunidad de<br />

insultar en voz alta al editor, a todos los editores, que no reconocían la genialidad<br />

de su marido. En su imaginación, era capaz de reunirlos a todos, junto con los<br />

productores de cine, críticos periodísticos y algún que otro bloguero de Internet,<br />

todos aquellos que le habían fallado o que habían sido maliciosos y poco<br />

elogiosos.<br />

Cuando pintaba aquel retrato interior, los hombres —que siempre eran<br />

bajitos, con el pecho hundido y medio calvos— se empequeñecían bajo el alud<br />

de críticas y reconocían humildemente sus errores.<br />

Le producía una gran satisfacción.<br />

Todas las mujeres de escritores se imaginarían lo mismo, supuso. Era su<br />

trabajo.<br />

La señora de Lobo Feroz abrió los ojos y los posó en las páginas abiertas para<br />

que se deslizaran por las palabras que tenía delante. Colocó el dedo en medio de<br />

un párrafo que describía el comienzo de una persecución en coche. « El malo se<br />

sale con la suy a —recordó—. Es muy emocionante.» Se acordó que de pequeña<br />

no había gozado de mucha popularidad en el colegio y por eso se había refugiado<br />

en los libros. Libros de caballos. Libros de perros. Mujercitas y Jane Eyre.<br />

Incluso de adulta, los títulos y los personajes habían seguido siendo sus<br />

verdaderos amigos.<br />

A menudo deseaba haber sido bendecida con el tipo de visión adecuado y con<br />

el dominio del lenguaje necesarios para convertirse en escritora. Anhelaba el don<br />

de la creatividad. En la universidad había hecho cursos de escritura, de arte, de<br />

fotografía, de interpretación e incluso de poesía y había resultado mediocre en

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