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CAPÍTULO 22<br />
Jacobo volvió a despertarse. Se mantuvo quieto, con los ojos cerrados, sin ganas de<br />
confirmar el desordenado escenario de su cama.<br />
Notaba el pijama empapado.<br />
La noche se le estaba haciendo eterna. ¿Cuánto quedaría para que sonara el<br />
despertador?<br />
Y entonces lo percibió.<br />
Sentía en los dedos un tacto pegajoso.<br />
Jacobo pestañeó.<br />
¿Qué tenía en las manos?<br />
Alargó un brazo para encender la lámpara de la mesilla.<br />
Lo que descubrieron sus ojos le cortó la respiración: tenía los dedos manchados<br />
de… sangre.<br />
Sangre reciente.<br />
Salió de la cama de un salto, mientras tanteaba su cuerpo y su cara en busca de<br />
heridas.<br />
Pero no encontró ninguna.<br />
Su mente, sin embargo, no le concedió tregua; acababa de llegar a la única<br />
conclusión posible:<br />
La sangre no es mía.<br />
Era sangre de otro.<br />
Las implicaciones de aquella deducción no eran precisamente tranquilizadoras.<br />
—¿Pero cómo es posible? —Jacobo no lograba entenderlo—. ¿Cómo ha llegado<br />
hasta mí?<br />
Sus ojos se detuvieron en un bulto que asomaba entre las sábanas, junto a varias<br />
salpicaduras oscuras.<br />
Jacobo tragó saliva. No quería más sorpresas.<br />
No. Por favor.<br />
¿Qué es eso?<br />
Jacobo apartó la ropa de cama.<br />
Ante su vista quedó una prenda ensangrentada que no era suya.<br />
—¡No, Dios, no! —Jacobo contempló sus propias manos—. ¿Qué he hecho?<br />
Y a quién.<br />
A quién he atacado.<br />
Quién ha sido la siguiente víctima.<br />
Se giró hacia la puerta de la habitación, que estaba entornada. Recordaba no<br />
haberla atrancado, como habían hecho otros, aunque sí la había cerrado. Su picaporte<br />
ofrecía también restos inconfundibles.<br />
¿He sido yo?<br />
¿También yo hice daño a Esther?<br />
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