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—Vaya, a lo mejor eres menos vulgar de lo que suponía…<br />
Hugo enarcó las cejas.<br />
—¿Vulgar?<br />
—Verás, esperaba encontrarte aquí: eres deportista y todo eso. Imaginé que leer<br />
no está entre tus aficiones. Y los chicos como tú suelen ser muy previsibles con las<br />
tías, ¿sabes? Suelen ser previsibles en todo. Me aburren.<br />
A Hugo le molestaron aquellas palabras.<br />
—Las niñas bien, superficiales y creídas, también son un perfil muy corriente.<br />
Ella sonrió. Su compañero acababa de ganarse un punto en su particular sistema<br />
de calificación masculina.<br />
—¿Superficial y creída? No me conoces…<br />
—Es la imagen que das. A mí me basta.<br />
—Bueno —ella comenzó a alejarse sin despedirse—, durante estos días<br />
tendremos ocasión de comprobar nuestras impresiones…<br />
—Seguro.<br />
Hugo la siguió con la vista antes de recuperar la atención sobre el portón de<br />
entrada a la finca. En el fondo, había quedado satisfecho tras la breve charla con su<br />
compañera: si Diana había captado que la miraba en clase (lo cual era cierto), si<br />
contaba con verle allí e incluso había construido una imagen de él —aunque fuera<br />
poco positiva—, había que concluir que su presencia en el instituto no pasaba<br />
desapercibida para ella. Diana estaba interesada en él. De alguna forma, su pretendido<br />
ataque acababa de ponerla en evidencia. Vaya sorpresa.<br />
—¿Te gusto, Diana? —murmuró Hugo para sí mismo, ganando confianza—.<br />
Nunca sospeché que tuvieras sentimientos…<br />
Sus reflexiones fueron interrumpidas por la voz del profesor Vidal, el docente del<br />
instituto que dirigiría el experimento durante aquella semana:<br />
—¡Chicos! ¿Estamos todos? —el hombre contaba con una mano mientras con la<br />
otra sostenía en el aire una bolsa de deporte—: Hugo, Esther, Jacobo, Diana, Álvaro,<br />
Cristian, Andrea y Héctor. Perfecto, coged vuestras cosas y entremos ya, ¡no hay<br />
tiempo que perder! ¿Alguien no me ha entregado aún la autorización de sus padres?<br />
El profesor era un tipo alto y grueso, de andares nerviosos, que rondaba los<br />
cincuenta años. Solía llevar su escaso pelo enmarañado y las gafas de pasta que jamás<br />
se quitaba —ni limpiaba— le daban un permanente aire de ensimismamiento.<br />
Embutido en un apretado traje gris, acababa de activar por control remoto la apertura<br />
del acceso a la finca, cuyas hojas comenzaron a retroceder hacia el interior con un<br />
crujido. Lo que quedó ante los ojos de los recién llegados fue un camino empedrado<br />
flanqueado de árboles, una senda que serpenteaba hasta perderse en una zona boscosa<br />
tras describir un meandro muy pronunciado. No se veía ninguna construcción, ni<br />
siquiera entre las copas de los árboles, lo que confirmaba la impresión del vasto<br />
tamaño de aquella propiedad.<br />
—¡Despedíos del exterior! —advirtió Vidal mientras iniciaba la marcha—.<br />
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