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Hugo contuvo el aliento. Procuró leer en el semblante conmocionado de Diana,<br />
sin conseguirlo. ¿Otra sorpresa?<br />
—¿No podemos quedarnos un poco más?<br />
Todos se volvieron hacia la voz que había pronunciado aquella extraña petición.<br />
Se trataba de una voz sosegada, que traslucía una emoción muy distinta al miedo:<br />
reflejaba… interés, como el que hubiera manifestado un científico ante un hallazgo<br />
prometedor.<br />
Era Álvaro. Se mostraba muy tranquilo. Ajeno a la discusión que acababa de<br />
desarrollarse, se había apartado de los demás hasta llegar al otro extremo del lecho<br />
donde descansaba el cuerpo de Esther. Ahora se dedicaba a contemplar esa zona de la<br />
habitación con un respeto inquietante.<br />
—¿Sois conscientes de que estamos ante una auténtica escena del crimen? —<br />
planteó, sin desviar la mirada de las salpicaduras que cubrían la ropa de cama—. El<br />
paisaje de una tragedia tiene también su belleza: el último gesto del cadáver, su<br />
expresión, la firma del asesino…<br />
Y el estallido de la sangre.<br />
Sus ojos paseaban por todo aquel conjunto procurando retener cada detalle<br />
mientras los demás le contemplaban sin pestañear, perplejos ante su exhibición de<br />
indiferencia. Esa muerte no le afectaba; casi parecía que se estuviera recreando en<br />
ella.<br />
—Álvaro —dijo Diana—, tenemos que bajar.<br />
Hugo reparó en que su compañero tenía algunos dedos manchados de sangre; los<br />
había hundido minutos antes en el charco que había calado el edredón, tal vez para<br />
sentir la frialdad espesa de aquel fluido. Hugo interpretó unos trazos oscuros sobre el<br />
cuello de Esther que antes no estaban: Álvaro incluso había jugado a deslizar la<br />
sangre sobre la piel de la víctima. Se preguntó qué veía él en aquel horror, qué<br />
detalles distinguía que al resto se le escapaban.<br />
Sí, definitivamente durante esos días iba a descubrir al verdadero Álvaro. Y el<br />
comienzo no le había decepcionado en absoluto.<br />
—Supongo que para ella la gran tragedia ha sido morir despeinada. —Álvaro<br />
señalaba el cadáver— y con los labios sin pintar. Ironías del Destino, nada le hubiera<br />
molestado más a Esther que no poder impedir que guardemos una última imagen de<br />
ella tan… descuidada.<br />
Salvo Cristian, que soltó una breve carcajada, ninguno de sus compañeros apreció<br />
aquella concesión al humor negro.<br />
—Estás loco —dijo por fin Jacobo— o eres el mayor friki que ha parido madre.<br />
¿De qué estás hablando? ¡Han matado a Esther, esto no es una puta película!<br />
—Lo sé —dijo Álvaro—. Pero no deja de ser una pena que la muerte te quite<br />
también la dignidad. Fijaos en la postura tan ridícula del cuerpo. Los asesinos<br />
deberían obedecer un código ético que les obligara a respetar a sus víctimas, tener<br />
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