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E S
2012
P Ú B L I C O
172
En la sala, forzó la placa señalada. Entonces, entró el hombre más
poderoso del planeta.
–Esperaba encontrarle aquí, doctor McCulkin.
–No puedo decir lo mismo, respondió.
–Venga, deje eso donde está.
–El mundo no necesita este tipo de artefactos.
El dirigente suspiró.
–El mundo está sumido en una profunda crisis, debemos hacer como
en el siglo pasado: fútbol día tras día para olvidar las penas. Y ese algo
es el hijo que todo padre desearía tener. Usted ha jugado en esta crisis
un papel fundamental a nuestro favor.
–¿A favor de quién exactamente? No son descendientes propios. No
son carne de tu carne.
–Hacen olvidar lo que está ocurriendo.
El político pensó un momento.
–Si quiere podemos negociar como hicimos con sus compañeros la ley
del suicidio. Todos estaríamos contentos. Al fin y al cabo, para usted, el
suicidio siempre ha sido una solución real… ¿No?
Dejó el extintor en el suelo y se giró.
–No. Eso sería un acto de egoísmo por mi parte. La dejaría sola ante
todos los problemas.
El Presidente se acercó a McCulkin y le susurró al oído la clave, aquella
razón de peso que hizo que se aclararan sus ideas: la base de su
rebelión.
–La humanidad le agradecerá que no la destruya.
–La humanidad nunca haría algo así. Lo que encontraremos por las
calles ya no serán hombres, sólo clones. Presenciaríamos el fin de la raza
humana.
De un codazo se deshizo de su adversario, cogió el extintor y lo lazó
por el hueco de la maquina. Del golpe se soltó la anilla y salió la espuma,
provocando un cortocircuito y la explosión del aparato.
Corrió fuera de la sala.
El magnatario intentó detenerlo pero logró seguir su camino.
Llegó al vestíbulo.
Vio a su mujer agarrada de los brazos por dos policías. Poco tiempo
tardaron en arrestarlo a él también para dirigirse a un centro penitenciario.