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– Veremos si es verdad. Y la Infanta, ¿dónde está?<br />
– Su Alteza también ha partido, todos se han ido…<br />
No tenía razón para dudarlo. Alguien me había traicionado.<br />
No había tiempo que perder.<br />
– ¡A caballo! –grité–. ¡Hay que cortarles la retirada!<br />
Derribamos la puerta de la caballeriza, la oscuridad<br />
exhaló el olor caliente de los animales. Un instante después<br />
todos montábamos piafantes corceles. Llevada<br />
por su galope, nuestra cabalgada se estiró por la calle<br />
nocturna con un ruido crepitante de cascos. “Por el<br />
bosque, hacia el río”, exclamé, torciendo por un camino<br />
forestal. En torno a nosotros las profundidades del<br />
bosque se desencadenaban. En la oscuridad se abrían<br />
paisajes de catástrofes y diluvios. Cabalgábamos a<br />
rienda suelta entre el rumor de las cascadas, rodeados<br />
por masas de árboles agitados; de las antorchas<br />
se desprendían jirones de llamas detrás de nuestra<br />
galopada. Un huracán de pensamientos atravesaba mi<br />
cabeza. ¿Bianka había sido secuestrada o la baja<br />
herencia de su padre había ganado contra la noble<br />
sangre de su madre y la conciencia de una misión a<br />
cumplir que en vano yo había querido inculcarle? El<br />
sendero, cada vez más estrecho, se convertía en una<br />
hondonada al final de la cual se abría un gran claro. Ahí<br />
les dimos alcance. Nos habían visto de lejos, los<br />
carruajes se detuvieron. El señor de V. descendió,<br />
cruzó las manos sobre su pecho. Avanzaba hacia nosotros,<br />
sombrío, carminoso a la luz de las antorchas,<br />
sus gafas destellaban. <strong>La</strong> punta de doce espadas brillantes<br />
se dirigieron contra él. Nos aproximamos formando<br />
un amplio semicírculo, las cabalgaduras iban al<br />
paso, hice visera con la mano. <strong>La</strong> luz cayó sobre uno de