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ostro, súbitamente envejecido y fatigado. “<strong>La</strong>s decisiones<br />
que usted tome me dirán –concluí– si ha comprendido<br />
el nuevo estado de cosas y si está dispuesto a<br />
reconocerlo. Exijo hechos, sólo hechos…”<br />
Extendió una mano temblorosa hacia la campanilla. Lo<br />
detuve con un gesto y, con el dedo sobre el gatillo de<br />
la pistola, salí sin dejar de mirarle. En el vestíbulo, el<br />
lacayo me tendió mi sombrero. Me encontré en la<br />
terraza inundada de sol, con los ojos aún llenos de<br />
oscuridad y vibraciones. Descendí la escalera sin volv<br />
e r m e , triunfante y seguro de que ahora ningún cañón<br />
de fusil asesino me apuntaba detrás de uno de los<br />
estores cerrados del castillo.<br />
XXXIX<br />
Importantes asuntos, asuntos de Estado de la mayor<br />
trascendencia me obligan ahora a tener con Bianka<br />
frecuentes conferencias secretas. Me preparo escrupulosamente,<br />
trabajando hasta avanzadas horas de la<br />
noche en mi escritorio, sumido en todos esos problemas<br />
dinásticos de una naturaleza particularmente<br />
delicada. El tiempo pasa, la noche se detiene silenciosa<br />
en el halo de la lámpara delante de la ventana abierta,<br />
noche avanzada y solemne; cada vez más oscura, desamparada<br />
e impotente, lanza en mi ventana suspiros<br />
inefables. A largos y lentos tragos mi habitación aspira<br />
las malezas del parque, se llena de la oscuridad m e z-<br />
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