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los senderos de los jardines desnudos y soleados, limpiaba<br />
las calles tranquilas, largas y claras, barridas<br />
como los días de fiesta y que, también ellas, parecían<br />
esperar una llegada, todavía desconocida y lejana. El<br />
sol se dirigía lentamente hacia el equinoccio, ralentizaba<br />
su curso, alcanzaba la posición en la que debía detenerse<br />
en un equilibrio ideal, arrojando torrentes de<br />
fuego sobre la tierra desierta.<br />
Un soplo infinito recorría el horizonte en toda su extensión,<br />
disponía los setos y las avenidas a lo largo de las<br />
líneas puras de las perspectivas y se detenía al fin,<br />
sofocante, inmenso, para reflejar, en su espejo que<br />
abrazaba el mundo, la imagen ideal de la ciudad, fatamorgana<br />
sumida en su anfractuosidad luminosa. El<br />
universo se inmovilizaba un instante, sin aliento, ciego,<br />
queriendo entrar todo entero en esa imagen quimérica,<br />
eternidad provisoria que se abría ante él. Pero el<br />
segundo feliz pasaba, el viento rompía su espejo y el<br />
tiempo volvía a tomarnos en su posesión.<br />
Llegaron las vacaciones de Pascua, interminablemente<br />
largas. Liberados de la escuela, deambulábamos<br />
por la ciudad sin necesidad ni fin, sin saber aprovechar<br />
la libertad vacía, imprecisa, inutilizable. No encontrando<br />
nosotros mismos definición, esperábamos una<br />
del tiempo que, embrollado en miles de respuestas<br />
equívocas, tampoco él sabía encontrar.<br />
Se habían dispuesto ya las mesas en la acera delante<br />
del café. <strong>La</strong>s señoras con vestidos claros estaban sentadas<br />
y aspiraban el viento a pequeños tragos, como<br />
se degusta un helado. <strong>La</strong>s faldas flotaban, el viento les<br />
mordisqueaba el dobladillo como un cachorro furioso,<br />
las mejillas de las señoras se sonrosaban, el viento<br />
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