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amificadas y será tejida con guiones, con suspiros y<br />
frases inacabadas.<br />
II<br />
En esas noches anteprimaverales, dilatadas y salvajes,<br />
cubiertas por un cielo inmenso, todavía austeras y sin<br />
aroma, conduciendo a través de los accidentes del firmamento<br />
hacia los desiertos estrellados, mi padre me<br />
llevaba a cenar al jardín de un pequeño restaurante,<br />
encerrado entre los muros ciegos de las últimas<br />
casas de la plaza que le daban la espalda.<br />
Caminábamos bajo la luz húmeda de las farolas que<br />
vibraban ante los golpes de viento, a través de la gran<br />
plaza abovedada, solos, abrumados por la inmensidad<br />
de los laberintos celestes, perdidos y desorientados<br />
bajo los espacios vacíos de la atmósfera. Mi padre<br />
levantaba hacia el cielo su rostro inundado de una<br />
débil claridad y miraba con una tristeza amarga la<br />
grava de las estrellas diseminada, los torbellinos desatados.<br />
Sus densidades irregulares aún no se ordenaban<br />
en constelaciones, ninguna figura organizaba<br />
aquellas dimensiones estériles.<br />
<strong>La</strong> tristeza de los desiertos estrellados pesaba sobre<br />
la ciudad, las farolas tejían la noche que se proyectaba<br />
en el suelo con haces luminosos, que ataban imperturbablemente,<br />
nudo tras nudo. Bajo las farolas, los transeúntes<br />
se detenían –ora dos, ora tres– en el círculo<br />
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