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muros que encierran parques envenenados, en esos<br />
paraísos artificiales de Poe saturados de cicuta, adormideras<br />
y plantas trepadoras de jugos opiáceos, febriles<br />
bajo un cielo cobaltado como el de muy antiquísimos<br />
frescos. Despertaremos el mármol blanco de una<br />
estatua que dormita, con los ojos vacíos, en ese<br />
mundo más allá de los márgenes, más allá de los confines<br />
de un atardecer marchito. Asustaremos a su<br />
único amante, un vampiro rojo dormido en su seno,<br />
con las alas plegadas. Volará sin ruido, flexible, blando,<br />
ondulante, despojo seco, rojo carmíneo, sin esqueleto<br />
ni sustancia, revoloteará batiendo las alas, se esfumará<br />
sin dejar huella en el aire coagulado. Franquearemos<br />
una pequeña verja, entraremos en un claro<br />
vacío. <strong>La</strong> vegetación estará allí quemada como el tabaco,<br />
como una pradera al final del verano indio. Ocurrirá<br />
tal vez en el estado de New Orleans o Louisiana: los<br />
países son sólo un pretexto. Nos sentaremos en el<br />
borde de piedra de un estanque cuadrado. Bianka<br />
meterá sus dedos pálidos en el agua tibia en la que flotarán<br />
hojas amarillecidas, no levantará los ojos. Del<br />
otro lado del estanque permanecerá sentada una figura<br />
negra, delgada y oculta tras un velo. “¿Quién es?”<br />
preguntaré con un murmullo. Bianka moverá la cabeza<br />
y responderá en voz baja: “No tengas miedo, no<br />
escucha, es mi madre, está muerta. Ella mora aquí.”<br />
Después me dirá las cosas más dulces y más tristes.<br />
Y ya no habrá consuelo. Caerá el crepúsculo…<br />
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