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en el bolsillo de Rudolf al manifestarte en su álbum de<br />
sellos. En esa época, yo no conocía aún la forma triangular<br />
del álbum. En mi inconsciencia, lo había confundido<br />
con una pistola de cartón con la cual disparábamos<br />
en clase, bajo el pupitre, para mayor contrariedad de<br />
los profesores. ¡Y tú has disparado, Señor! ¡Fue tu cálida<br />
retahíla, tu filípica luminosa y soberbia contra<br />
Francisco José I y su Estado de prosa, fue el verdadero<br />
libro del esplendor! 10<br />
Entonces lo abrí y los colores del mundo brotaron<br />
delante de mis ojos, el viento de los espacios inmensos,<br />
el panorama de los horizontes cambiantes. Tú<br />
atravesabas sus páginas, arrastrando la cola de tus<br />
vestiduras tejida con todas las esferas y todos los climas:<br />
Canadá, Honduras, Nicaragua, Abracadabra,<br />
Hiporabundia… Te había comprendido, Señor. Todo<br />
eso eran los subterfugios de tu riqueza, las primeras<br />
palabras que se te habían ocurrido. Habías metido una<br />
mano en tu bolsillo y como quien exhibe un puñado de<br />
botones tú me mostraste las posibilidades que había<br />
en ti. No se trataba de exactitud, tú decías no importa<br />
qué. Hubieras podido decir igualmente: Panfibras y<br />
Haleliva, y en el aire hubieran batido inmisericordes las<br />
alas de los papagayos, y el cielo, tal una inmensa rosa<br />
azul de cien pétalos abiertos por tu soplo, hubiera<br />
hecho aparecer su fondo luminoso, tu ojo ocelado y<br />
penetrante, y el núcleo cegador de tu sabiduría hubiera<br />
resplandecido allí, impregnado de subidos colores,<br />
floreciente de embriagadores aromas. Tú has querido<br />
deslumbrarme, oh Dios mío, vanagloriarte, seducirme,<br />
pues tú también tienes tus momentos de vanidad en<br />
los que te admiras a ti mismo. ¡Oh, cómo amo esos<br />
momentos!