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La Caída del Dragón y del Águila - World Center of Humanist Studies

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Economía de guerra<br />

Todo iba bien hasta que llegó el hombre de la Bolsa, o mejor dicho, los hombres de<br />

la Bolsa. <strong>La</strong> institución había nacido y crecido desde la idea de conectar los dineros<br />

ahorrados de la actividad productiva o laboral con las posibilidades derivadas de<br />

invertirlos en emprendimientos que produjeran un ingreso colateral. No sólo las<br />

rentables actividades extractivas de la minería y el petróleo, sino también toda la<br />

industria manufacturera y pesada necesitaban importantes sumas para ampliar su escala,<br />

multiplicar sus instalaciones, renovar su maquinaria y corresponder así a un mercado en<br />

crecimiento. Ante ello tenían dos opciones: o bien acudir a la banca a por un préstamo –<br />

en general caro y riesgoso – o asociar a inversores privados anónimos, compartiendo<br />

con ellos posibles ganancias derivadas <strong>del</strong> crecimiento.<br />

Pero no sólo la actividad privada sino también el Estado estaba crecientemente<br />

urgido de fondos para cumplir con sus actividades cada vez más diversas y expandidas<br />

– entre ellas los montos cada vez más grandes requeridos para financiar el avance<br />

guerrero. Los hombres de la Bolsa salían rápidamente en auxilio <strong>del</strong> sediento Tesoro<br />

<strong>of</strong>reciendo al hombre común los bonos y letras que aquél emitía. Por último, la misma<br />

banca no deseaba quedar fuera de aquel democrático mercado de papeles y se ocupaba<br />

de invertir lo ganado por usura en papeles que aumentaran aún más aquella rentabilidad.<br />

Por último sería ésta la que volvería las cosas a sus carriles, recuperando el control y<br />

asumiendo el grueso de lo transado.<br />

Todo iba muy bien y en crecimiento en aquel año de 1929. El Producto Bruto Interno<br />

nominal se había quintuplicado desde inicios de la centuria y dividido los casi 122<br />

millones que habitaban estas tierras por entonces, esto daba – medido en dólares de<br />

aquel momento un per cápita de 850 anuales, nada mal comparado con los tristes 270<br />

de sólo 30 años antes. Esta apreciación se proporciona si se toman los cálculos<br />

económicos modernos valorizando todo aquello en dólares actuales (lo que se llama PBI<br />

real), pero seguramente que cualesquiera sea el parámetro utilizado, había también<br />

algunos que obtenían bastante más que esto y que muchos – pero muchos más – aún<br />

cuando co-responsables de aquel crecimiento, obtenían bastante menos. Pero el pueblo<br />

era optimista y el futuro era un horizonte ilimitado de crecimiento material a ojos vista.<br />

Así las cosas, muchos norteamericanos comenzaron a participar en ese extraño mundo<br />

que todos conocemos por el bullicio exasperado de sus operadores. Bullicio que en<br />

aquella época no era tal, ya que las transacciones se ordenaban por señas entre <strong>of</strong>icinas<br />

separadas por vidrios. Señalización que persiste en estas instituciones bicentenarias<br />

ahora a través de la s<strong>of</strong>isticación silenciosa de los sistemas de comunicación electrónica.<br />

Pero en aquel Septiembre de 1929 no hubo calma. Al inversionismo desprejuiciado y<br />

entusiasta siguió un pánico atroz, viendo muchos como se esfumaban en poquísimos<br />

días aquellos sueños y ahorros amasados en años de esfuerzo. No es nuestro interés aquí<br />

analizar porqué había sucedido todo aquello ni porqué el mundo industrial entero entró<br />

en aquel declive pronunciado de la curva económica conocido como “la Gran<br />

Depresión”. <strong>La</strong> denominación utilizada para el fenómeno hace justicia al estado de<br />

ánimo en el que cayó el siempre optimista norteamericano y así se deprimió el<br />

consumo, la producción y fundamentalmente, el trabajo. En 1932, por ejemplo, más de<br />

11 millones de personas, un 30% de la fuerza de trabajo, estaba desempleada.

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