La Caída del Dragón y del Águila - World Center of Humanist Studies
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El <strong>Dragón</strong> acude en auxilio <strong>del</strong> <strong>Águila</strong> moribunda<br />
Y llegó aquel tiempo en que los hombres creyeron que sólo el dinero les daría<br />
felicidad. El oro, que había arrastrado la codicia y el deseo de conquistadores en busca<br />
de tierras colmadas <strong>del</strong> precioso metal, que había incendiado las imágenes de<br />
arriesgados y pertinaces hombres que horadaron la tierra y peinaron los ríos en busca de<br />
las pepitas mágicas que los transportaran a un paraíso mundanal, ese oro que tan<br />
fielmente había servido en razón de su inmutabilidad como patrón en el intercambio<br />
mercantil primero y de respaldo monetario después, ya no resultaba suficientemente<br />
atractivo para los inquietos y ávidos nuevos aventureros <strong>del</strong> mito financiero. <strong>La</strong> razón<br />
de tal desinterés era exactamente la misma por la que antes aquel sólido había<br />
despertado tanto interés: su inmutabilidad.<br />
Esa cualidad ciertamente difícil de obtener en un Universo donde cada sustancia<br />
parecía negar su evidencia mezclándose, cambiando su estado y propiedades o<br />
deteriorándose, esa cualidad de estabilidad y fijeza que constituía el horizonte de<br />
muchos alquimistas por su significado alegórico próximo a lo eterno, lo sagrado y<br />
esencial, ya no era atrayente para estos nuevos peregrinos de la inmediatez.<br />
Para ellos, la inmutabilidad simplemente significaba la imposibilidad de obtener<br />
rápidas ganancias en transacciones cuyo principal atributo era precisamente su<br />
variabilidad.<br />
Así, aparecieron nuevas sustancias denominadas “instrumentos financieros”, cuya<br />
volatilidad y transformismo eran sencillamente alucinantes – y sin duda alguna relativas<br />
a un estado de conciencia fuertemente alucinado -. Tamaña impermanencia hubiera<br />
superado las más atrevidas explicaciones de cualquier discípulo de Buda o Heráclito<br />
acerca de la volubilidad fenoménica.<br />
El empeño y el frenesí de miles de activistas de esa corriente <strong>del</strong> mito financiero<br />
global lograban darle materialidad a lo inexistente y comerciar con ello. Así surgieron<br />
“derivados”, “securitizaciones” y muchas otras pociones y brebajes de aquel humeante<br />
caldero de la especulación.<br />
Para aquellos lectores no excesivamente consustanciados con estas modernas<br />
invenciones, digamos que un derivado financiero es algo así como una apuesta sobre el<br />
valor de un objeto o producto en un plazo determinado. Alguien <strong>of</strong>rece un contrato<br />
comprometiéndose a pagar, en una fecha futura, el valor por ejemplo de la cosecha de<br />
maíz o trigo que se producirá en Kentucky en el año 2030 y otro inversor – o jugador –<br />
tan desquiciado como el primero, compra esa virtualidad para a su vez intentar venderla<br />
a otro a un precio mayor con pasmosa seriedad. No importa tanto en definitiva, cual sea<br />
el valor final al que se “liquide” – haga líquido (se pague) – el contrato, sino el<br />
intensísimo recorrido en el ínterin, cambiando de manos en cuestión de minutos. Así lo<br />
gaseoso se transformaba finalmente en líquido, habiendo dejado hacía tiempo lo sólido<br />
como referencia lejana.<br />
Algo más verídicas – al menos en apariencia – pretendían ser las “securitizaciones”<br />
hipotecarias, que funcionaban aproximadamente así: alguien compraba una propiedad a<br />
crédito y como seguridad de cobro <strong>of</strong>recía una hipoteca sobre la propiedad a la<br />
institución prestamista, que en caso de falta de pago podía llegar a rematar el inmueble