LA PUERTADE LA SABANACRÓNICAEn la tierrade la fritangaEl chef Juan Manuel Barrientos,propietario de los restaurantes ElCielo, se fue un día a Funza a comerfritanga y a conversar, de colegaa colega, con los dueños de dospiqueteaderos del municipio.CRÓNICA166El olor a manteca de cerdo no solo abre elapetito, también se impregna en la ropa paradejar la huella del sitio en el que estoy: unpiqueteadero en Funza. Dicen que en este municipiocundinamarqués la <strong>especial</strong>idad gastronómicaes la fritanga. Por eso vine, porque me encanta lacomida popular.En las calles se respira comida y al preguntarcuál es el mejor lugar para probar una buena longanizala gente señala de inmediato el de doña Concha.Allí, sobre la vía principal de Funza, sobresaleuna gran cocina armada con paredes de planchas dezinc que se extiende unos 30 metros cuadrados paraatender a los comensales.Las palanganas de aceite hirviendo están a lavista, no se ven cubiertos, ni existen las reservas. Ala entrada, María Sánchez, al frente de la vitrina debombillo que mantiene caliente la fritanga ya salidade las pailas, simplemente dice: “Siga, sumercé”, asíle indica a uno que puede sentarse en cualquiera delas sillas puestas ordenadamente en los seis mesonesde madera que hay en el sitio.La banda sonora del local la conforman elzumbido de los camiones, las voces de los ayudantesde los buses que anuncian que van para Bogotápor la calle 80 y el crujir del plátano frío cuando unacocinera corpulenta lo mete en el aceite.A mi lado se sienta doña Concha, la matrona,a quien los años al frente de la carne de cerdo, lapapa criolla y la manteca le han ocupado más dela mitad de su vida, pero no han podido curtirle lapiel. Sus ojos brillan cuando habla de este negocio,gracias al cual ella y su esposo han podido mantenera su familia durante 31 años.Doña Concha se llama Concepción MilqueCurrea. Concepción, como ese pueblo del oriente
CRÓNICASantioqueño que me trae tan buenos recuerdos.Allá, en la tierra de mis abuelos, el chicharrón esdiferente: medio negro, de cuero muy grueso, conalgo de carne y con grasa suficiente para escurrirsecuando se muerde; un chicharrón como ese es elque sirvo en El Cielo, en el plato Feria de las Flores;lo cocino al vacío, es tostado pero tierno pordentro. El de doña Concha, que por cierto solose ofrece los fines de semana, es de color piel y separece más al que venden empacado para mecatear.Es poroso, crujiente y toma forma de caracolcuando entra en contacto con la manteca de cerdohirviente. Le pregunto a doña Concha por qué sololo sirve los domingos y me explica que hay quesacarlo y venderlo en máximo dos horas porquedespués está muy frío y no es nada agradable decomer. Y es cierto.Sus tres hijas (Marta, María y Miriam) sehan convertido en los pilares del negocio. Un díanormal, cuenta Marta, pueden atender hasta 100personas. El domingo ni siquiera las cuentan,pero tirando mente, cree que pueden ser más deldoble. Su clientela, dice, es muy culta. “Son conscientesde que no pueden quedarse almorzandomás de media hora porque saben la demandade los puestos”. Lo que sí conoce con certezaes su mercado. Sabe que los días de semana loscomensales son la gente del pueblo y los trabajadoresde empresas cercanas, pero que los fines desemana viene gente de otros lugares y el entornose vuelve más familiar.Marta tiene esto claro porque de las hijas esla única con estudios superiores: hizo mercadeo.“¡Cómo será el negocio de bueno que se quedó connosotros!”, me dice doña Concha, entre risas. Peroa Marta no le toca hacerle mercadeo al piqueteaderoporque los clientes llegan solitos. Por eso notiene letrero. La vitrina llena de fritangas en laentrada, el voz a voz y el hecho de que se cocinefrente a la gente son su mayor publicidad. Lo que síle falta, dice doña Concha, son manos para atenderlos fines de semana, cuando el negocio se llena y lagente hace fila para entrar.“Yo quiero felicitarlos –les digo a doña Conchay a su esposo, Genaldo-. Tengo un negocio enBogotá hace siete años y ahí voy, detrás de ustedes”.Él me pregunta dónde, y le cuento que en la calle70 con la carrera cuarta.“Ah, no, por allá venden muy caro –me contestaél–. Una vez fui a Andrés Carne de Res porconocer cuál era la fama. Pedí tres carnes al trapo,tres Coca-Colas pequeñas, un plátano y cuandofui a ver la cuenta: ¡175.000 pesos!, con eso aquíhubiéramos alimentado a 30 personas”. DoñaConcha asiente.Genaldo, que antes estaba en otro lado, letoma confianza a la conversación y me cuenta quevende ‘fresquito’ todos los días, y en eso está deacuerdo Johanna Pérez, una de las clientas, quefotos: andrés camilo gómez giraldoA Barrientos,el sabor de lamorcilla de AnaIsabel (arriba)y doña Conchale recordaronlos asados de suinfancia.desde la otra mesa lo aprueba. A la longaniza, unade sus <strong>especial</strong>idades, yo le puse un poco de ají y,definitivamente, queda como para chuparse losdedos. De inmediato, recuerdo esos asados que sehacen en familia los fines de semana.Doña Concha nunca ha tratado de innovar conla comida, como sí loDoña Conchanunca ha tratadode innovar con lacomida, como sí lohacemos los chefsbuscando incluirnuevos conceptoshacemos los chefs buscandoincluir nuevosconceptos o diferenciarnuestros restaurantes.Esto es un piqueteadero,y siempre se havendido lo mismo, conel mismo sabor, y así seseguirá haciendo.Es algo que tambiéntiene muy claro AnaIsabel González, de La Tenjanita, otro de los piqueteaderosemblemáticos de Funza. Ella sí que vende chicharrón,además de lomo de cerdo, longaniza, morcillay arepas boyacenses, que le traen de Ramiriquí.167