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La Otra Banda (1978)

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comprendió la actitud de su mula, descendió de ésta y la ató a un árbol resistente.<br />

Montó su escopeta y comenzó a caminar en dirección hacia donde se oían los ladridos<br />

de sus canes amaestrados en cacería de todo tipo de animales salvajes. Caminaba<br />

sigilosamente. Sintió un miedo profundo y se agarró de la escopeta. Se avergonzó de su<br />

miedo y avanzó resueltamente. A pocos metros estaban los perros, alrededor de un<br />

grueso árbol, latiendo y mirando hacia el cielo. Héctor Siriaco levantó la vista y vio un<br />

tigre del tamaño de una montaña, cuya dimensión se fue reduciendo en la medida en<br />

que desaparecía el miedo del novel cazador. Cuando lo vio del tamaño de un toro,<br />

levantó su escopeta y apuntó a la frente del felino. Disparó y la fiera se desprendió con<br />

estrépito. Estaba muerto. Aún en el suelo, Héctor lo vio del tamaño de un novillo de<br />

cuatrocientos kilogramos. Regresó a la casa de la hacienda para dar la noticia y pedir<br />

ayuda para transportarlo, demostrar su hombría y quitarle el cuero para tenerlo como<br />

trofeo. Nadie le creía lo que contaba y sobre todo cómo lo contaba.<br />

-Descubrí que faltaba una novilla, vi las huellas de un tigre, amarré la mula y<br />

comencé a entrenar a los perros para que no se dejaran manotear del tigre. Penetramos<br />

en una vega, pero los perros no respondían. Lobo, el perro más grande se orinó, y<br />

Sultán, el más pequeño, se cagó. Les di valor. Yo latía como un perro... guau... guau...<br />

guau... hasta que Lobo comenzó a latir también, luego Sultán y mandado hecho.<br />

Cuando el tigre, un tigrazo como un novillo, oyó los latidos de los perros y hasta los<br />

latidos míos, se encaramó en un inmenso curarí que estaba casi caído pero muy alto.<br />

Cuando yo lo vi, me dije: lo tengo listo. Levanté la escopeta, apunté y un solo tiro fue<br />

suficiente para que el tigre cayera como una matejea. Vamos para que lo vean.<br />

El caporal se rió.<br />

-No me falte el respeto -le dijo Héctor Siriaco. El que mata un tigre, mata a<br />

cualquier pendejo como usted.<br />

Se llevó la mano a la cintura, a la altura de su revólver. Abrahán Siriaco se<br />

atravesó.<br />

-¡Guarda ese revólver, Héctor!<br />

Luego ordenó a cuatro peones que fueran a buscar el tigre, con el propio Héctor.<br />

En una parihuela de madera trajeron los peones al tigre muerto que pesó ciento veinte<br />

kilogramos. El cuero adornaría indefinidamente el piso del cuarto donde dormía Héctor<br />

Siriaco. Este fue confirmado como un cazador de tigres y tenido entre la peonada como<br />

hombre muy respetable con las armas. Desde ese momento Héctor Siríaco se convirtió<br />

en una segunda autoridad en <strong>La</strong> Siriaquera, sólo sometido a la jerarquía paterna. El<br />

poder que adquirió y que fue incrementando paulatinamente lo llegó a usar con algún<br />

exceso, que únicamente Abrahán Siriaco era capaz de controlar.<br />

Camilo tampoco estudiaba, pero compraba doce metras por un bolívar y luego las<br />

vendía a los niños más pequeños a bolívar cada una.<br />

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