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Galvarino y Elena - Luis Emilio Recabarren

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cuarto año primario, nos fuimos a vivir a la oficina San Antonio, junto al pueblo de Zapiga,<br />

donde estaba la estación terminal del ferrocarril salitrero que bajaba al puerto de Pisagua.<br />

A diferencia de la mayor parte de la pampa, donde el caliche estaba a pocos centímetros bajo la<br />

superficie y se sacaba a tajo abierto, con tiros de dinamita, en San Antonio se extraía el mineral<br />

mediante piques de veinte o más metros de profundidad. A mi padre le tocó trabajar en el<br />

departamento de ventilación de los piques. En lo profundo de los pozos, a veces los trabajadores<br />

encontraban restos fósiles de moluscos y otras especies de la fauna marina, que se regalaban a<br />

museos o escuelas. Esos terrenos fueron fondo del mar hace millones de años. El salitre no sería<br />

otra cosa que acumulaciones de sales de aquellos mares.<br />

Cuando se abrieron las matrículas de la escuela que existía en la oficina salitrera, me<br />

inscribieron en el quinto año. Yo tenía entonces doce años. Mi gran temor era que una nueva<br />

crisis me impidiera concluir el año escolar. Ya se hablaba de eso.<br />

Ocurrió tal cual. Un día de agosto de 1930, la empresa notificó a los trabajadores: a partir de<br />

septiembre quedan todos sin trabajo, deben inscribirse en listas indicando adonde quieren irse<br />

junto con sus familias. Profundo desaliento. Otra vez la peregrinación. Las dueñas de casa lo<br />

sentían incluso por sus perros y gatos regalones, que iban a quedar abandonados en el desierto.<br />

En medio de tanta tristeza, había un hombre feliz. Era un zapatero, que justamente en ese<br />

momento se ganó el premio gordo de la Lotería de Concepción. Cincuenta mil pesos. Hoy<br />

serían millones. Este hombre tenía la costumbre de pegar los boletos de lotería que compraba en<br />

la puerta de su taller. Por desgracia, el boleto premiado estaba pegado muy firme, con cola de<br />

zapatero. Era imposible sacarlo sin destrozarlo. El afortunado pidió auxilio a sus amigos. Uno<br />

de ellos, carpintero, cortó la puerta a serrucho. Sacó un rectángulo de madera con el boleto.<br />

Luego, en una alegre caravana compuesta de varios folleques, muchos amigos, antiguos y<br />

nuevos, lo acompañaron a Iquique, a cobrar el premio. Al partir, el zapatero dejó abierta de pan<br />

en par la puerta de su casa. ¿Qué podían importarle ahora sus enseres<br />

Al inscribirse en aquellas listas, los hombres de la oficina San Antonio indicaban a qué lugares<br />

querían ir: Curicó, Talca, Chillán, Santa Juana. Muchos eligieron Coquimbo. También mi padre,<br />

ya que su señora, mi nueva mamá, era coquimbana.<br />

A comienzos de septiembre se ordenó a los cesantes embarcaren el tren salitrero con sus<br />

familiares y sus bultos. El viaje hasta Iquique duraba unas tres horas.<br />

Al llegar, el comentario obligado era dónde estaría el nuevo rico y cuál habría sido su destino.<br />

Un grupo salió a buscarlo y lo encontró después de unas horas todavía celebrando en grande el<br />

premio, en una casa alegre. Otros dicen de mal vivir. Contaron que lo rodeaban muchas mujeres<br />

y gente diversa, que jamás lo habían conocido pero que le demostraban una gran amistad. "Al<br />

pobre lo van a dejar sin nada", comentaban .Es probable. Pero no conocí el desenlace de aquella<br />

historia. Una vez que nos embarcamos hacia nuestros diferentes destinos, nadie volvió a<br />

acordarse del zapatero que se sacó el gordo.<br />

Yo, entretanto, pensaba que aquellos periplos inoportunos atentaban contra la continuidad de mi<br />

educación. Por aquellos días cumplí trece años. Por lo tanto, según mis cuentas de ahora, corría<br />

el año 30.<br />

Mi padre decidió que nos trasladáramos a Coquimbo. El viaje fue mucho más corto que en<br />

1922. Al amanecer del cuarto día de navegación, el barco estaba anclado en la bahía. Nos<br />

agrupamos a mirar el puerto. Lo encontramos hermoso, con sus casitas trepando los cerros y<br />

admiramos el verdor de los árboles. Los niños pampinos nunca los habían visto. Las casas del<br />

puerto se empingorotaban por los faldeos de los cerros lo que aprovechaban muy bien algunos<br />

comerciantes, en especial los que vendían el afamado té Ratán Puro. En varias casas, se pintaba

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