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Galvarino y Elena - Luis Emilio Recabarren

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etruécanos, bueno para la talla. No. A veces lo que decía era un saludo simple, un "quiuuubo,<br />

compañeros". Su gesto, su presencia, la cordialidad de su voz, acaso la prolongación de la "u"<br />

bastaban para cambiar el clima. Transmitía un misterioso contentamiento. No se conocían los<br />

motivos que pudiera tener para ser feliz o estar siempre alegre, fuera de su transitoria presencia<br />

en este mundo. Era casado, tenía muchos hijos, vivía al borde de la miseria, trabajaba como<br />

periodista por un sueldo abstracto en un diario expuesto en cualquier momento a procesos,<br />

asaltos, multas y clausuras. Pertenecía a la cofradía maldita de los comunistas, reducida a<br />

mínimas proporciones por los años de represión del gobierno de González Videla. La suya era<br />

una vida difícil en tiempos difíciles, aunque no exentos de esperanzas. Abundaban éstas, más<br />

que hoy. No tanto las sonrisas, salvo las suyas.<br />

Cuando regresaba al diario después de recoger noticias en su frente -actividad que se designaba<br />

entonces y todavía hoy con el detestable verbo "reportear"- el trabajo se interrumpía. Los que<br />

estábamos en la redacción formaban círculo para escucharlo. Llegaba con los ojos brillantes y<br />

las mejillas sonrosadas de excitación periodística. Lo que contaba sobre la huelga de los<br />

profesores, la entrevista de los mineros con el Ministro del Trabajo, la manifestación de las<br />

dueñas de casa de San Miguel contra la carestía, la inminencia de la huelga del carbón, el pliego<br />

de peticiones de los baldosistas u otros episodios de la santa lucha de clases, estaba siempre<br />

lleno de tensión dramática y detalles graciosos. Su relato era puntuado una y otra vez por las<br />

risas del auditorio.<br />

Luego, el Jefe de Crónica o en ocasiones el director, Orlando Millas, le daba indicaciones sobre<br />

cuántas carillas debía tener su crónica, en qué aspectos poner el acento, cuánto espacio se le<br />

daba y en qué página. Se sentaba a escribir con velocidad notable, borrosas sus manitos sobre el<br />

teclado de la histórica Underwood. Media hora después, entregaba dos, tres o cuatro carillas a<br />

doble espacio, correctamente tituladas. Su lectura solía ser decepcionante. Estaban, sí, los<br />

mismos hechos, expuestos con claridad en el orden adecuado, pero... ¿y las anécdotas, y aquel<br />

gracejo Se habían evaporado. Lo que quedaba era una información de prensa seria. Demasiado<br />

seria. Por momentos, doctrinaria. Era como si se revistiera, para escribir, de una casaca rígida y<br />

gris de comisario.<br />

Entre los redactores de "El Siglo" era conocido este fenómeno. Se hablaba del "diario hablado”<br />

del Chico, en contraste con su "diario escrito". Alguien propuso usar una grabadora para<br />

registrar lo que decía, sin que él lo supiera, y luego que otro periodista pasara sus palabras al<br />

papel. Esta idea nunca se materializó, por dos razones: 1) habría sido ofensiva para él; y 2)<br />

éramos muy pobres y no teníamos ninguna posibilidad de disponer de un aparato para registrar<br />

la voz, equipo de peso y tamaño considerables que en aquellos años 50 recién hacía su aparición<br />

en las radioemisoras más pudientes.<br />

(Alguna vez Neruda habló de un fenómeno semejante que se producía con dos de los personajes<br />

más admirados por él: Federico García Lorca y Acario Cotapos. Sostenía nuestro poeta que<br />

jamás, ni en verso ni en prosa, había alcanzado Federico aquella prodigiosa inventiva y<br />

capacidad verbal que manifestaba al hablar en la tertulia cotidiana con sus amigos. Nunca nadie<br />

pudo reproducir tampoco las descomunales ocurrencias de Acario. "Alguien tendría que<br />

haberles grabado", decía Neruda en tono quejoso).<br />

Es probable que el encanto y la animación del "diario hablado" de <strong>Galvarino</strong> estuviesen en parte<br />

motivados por la presencia de un público. El poseía -posee, de nuevo el presente- un<br />

temperamento histriónico, una capacidad superior a la normal de proyectar de manera dramática<br />

(casi siempre cómica) sus experiencias. Así iba desarrollando ante nosotros, día tras día, su<br />

propio personaje como, por lo demás, lo hacemos todos. La diferencia era que el suyo resultaba<br />

mucho más juguetón, atractivo y original que los nuestros. Cabe dudar, por otra parte, que "El<br />

Siglo" y sus propietarios estuviesen preparados en aquellos tiempos para dar cabida a la soltura<br />

irreverente de sus relatos. A lo mejor, él era más realista que nosotros.

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