Galvarino y Elena - Luis Emilio Recabarren
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hombres y mujeres dispersos, los 'cateadores', y caminaban hasta el anochecer como<br />
sonámbulos, por los cerros pelados. Recuerdo una cara de verdadero embrujado de ojos<br />
ardientes, un “buscador” ya tomado por la locura.<br />
-¿A dónde van- preguntaba yo, porque no se me ocurría que tarde a tarde, durante años,<br />
aquellas gentes caminaran así, como poseídos, por las lomas malditas, sin una hierba.<br />
-¿A dónde han de ir- me dijeron-. Los que no tienen caballos, salen así, a pie, a “catear”, hasta<br />
donde les alcanza el día. Cuando menos, suelen hallarse una piedra con metal en un rodado.<br />
Ahora me doy cuenta de que “catea” media población y la otra mitad “catea” también, aunque<br />
sea desde su casa, es decir, subrogada por un vagabundo a quien sostiene”.<br />
EL ENGANCHE<br />
A mi padre lo agarró, hasta cierto punto, la manía minera. Muy muchacho se fue del Norte<br />
Chico al Norte Grande, a la pampa salitrera, hipnotizado por un enganchador que llegó a La<br />
Serena. Estos eran hombres rumbosos, buenos para convidar comida y trago, muy bien<br />
trajeados, que tenían relojes, cadenas y hasta dientes de oro. Algunos usaban sombrero de copa<br />
y fumaban puros. Deslumbraban a la gente. Lo que hacían era reclutar mano de obra para las<br />
faenas del salitre por cuenta de las compañías. Buscaban a sus clientes por pueblos y aldeas;<br />
eran generalmente los más pobres, jóvenes campesinos o cateadores, pequeños mineros.<br />
Pero este diablo que llegó a La Serena tenía otra misión: buscaba adolescentes de ciudad con<br />
alguna instrucción. Lo hacía, seguramente, por encargo de alguna empresa necesitada de gente<br />
que supiera algo más que echar pala, para otro tipo de trabajo. Hoy se diría "cuadros". Comenzó<br />
a hablar con numerosos muchachos. Sabía convencer. Les decía que si se quedaban, no tenían<br />
más futuro que meterse de curas o llegara ser, como gran cosa, ebanistas, sastres o peluqueros.<br />
En el Norte Grande, en cambio, todo era distinto. "Hay mucho progreso, se puede hacer<br />
fortuna". Todos iban a volver ricos. Y sacaba, para mirar la hora, un enorme reloj Waltham, de<br />
oro, con cadena del mismo metal, que encandilaba con su brillo. Eso sí, les advertía que se<br />
fueran callados de sus padres porque ellos, sobre todo las madres, nunca quieren que los hijos se<br />
alejen por el mundo, se hagan hombres y surjan por su esfuerzo. "Pero después, cuando vuelvan<br />
con sus buenos pesos, ¿cómo los van a recibir ¡Con lágrimas en los ojos!" Y escuchándolo,<br />
algunos sentían una cierta humedad en la visual y la garganta apretada. Eran como el hijo<br />
pródigo antes de partir.<br />
Se inscribieron para la aventura unos quince. Llegada la hora, sólo partieron seis o siete. Entre<br />
ellos, mi padre y su hermano <strong>Luis</strong>. Me imagino que en la casa de mi abuelo José Miguel la cosa<br />
apretaba. Se las echaron en uno de los barcos caleteros que recorrían el litoral nortino. La<br />
distancia hasta el puerto de Iquique la cubrió el vapor en algo más de un día. Llegaron medio<br />
muertos, con sed, mareados y hambrientos, pero ansiosos de hacer fortuna. En Iquique los<br />
enganchadores los reunieron y les dieron diversos destinos.<br />
Entre los que llegaron entonces estaba Elías Lafertte. Pero no enganchado como los otros. Vino<br />
de Salamanca acompañado de su madre, maestra primaria. A ella la habían exonerado del<br />
magisterio por balmacedista. Por el mismo motivo, su padre estuvo encarcelado en Illapel.<br />
Mi papá y Elias comenzaron a trabajar en la maestranza del ferrocarril salitrero. Allí existía una<br />
organización obrera vinculada a la Mancomunal. la primera federación de los trabajadores del<br />
salitre, nacida con el siglo. Asistieron a una asamblea. Al salir, mi padre le preguntó a Lafertte:<br />
-¿Qué te pareció la reunión<br />
-Latosasa. Yo quería salirme, pero tuve que quedarme hasta el final porque nadie se salía.