Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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con los nervios alterados por el exceso de trabajo, que quería descanso y quietud<br />
absolutos. Nadie debía saber que estaba aquí, porque entonces le asediarían con<br />
mensajes del Ministerio de la India y del primer ministro, y su cura de reposo se vería<br />
desbaratada. He de decir que Scudder desempeñó su papel a la perfección cuando<br />
salió a desayunar. Miró fijamente a Paddock con su monóculo, igual que un oficial<br />
británico, le hizo varias preguntas sobre la Guerra de los Bóers y me mencionó a toda<br />
clase de amigos imaginarios. Paddock nunca había aprendido a llamarme «señor»,<br />
pero dio ese tratamiento a Scudder como si su vida dependiera de ello.<br />
Le dejé con el periódico, y una caja de cigarros, y fui a la City hasta que se hizo la<br />
hora de comer. Cuando volví, el ascensorista tenía una expresión solemne.<br />
—Mal asunto el de esta mañana, señor. El del número quince se ha pegado un<br />
tiro. Acaban de llevárselo al depósito. La policía aún está arriba.<br />
Subí al número quince, y encontré a un par de agentes y un inspector ocupados en<br />
hacer un registro. Hice unas cuantas preguntas tontas, y no tardaron en echarme.<br />
Después encontré al criado de Scudder, y le sondeé, pero vi que no sospechaba nada.<br />
Era un tipo quejumbroso con cara de sepulturero, y media corona sirvió para<br />
consolarle.<br />
Al día siguiente asistí a la encuesta.<br />
Un socio de cierta casa editorial declaró que el difunto le había llevado varios<br />
artículos para publicar y añadió que, al parecer, era agente de una empresa americana.<br />
El jurado decidió que había sido un suicidio, y las escasas pertenencias del muerto<br />
fueron entregadas al cónsul americano. Hice a Scudder un relato detallado de la<br />
sesión, que le interesó mucho. Dijo que le habría gustado asistir a la encuesta, pues<br />
opinaba que debía ser tan divertido como leer la propia esquela mortuoria.<br />
<strong>Los</strong> dos primeros días que estuvo conmigo en aquella habitación trasera se mostró<br />
muy sosegado. Leía y fumaba un poco, y tomaba muchas notas en una libreta, y por<br />
la noche jugábamos una partida de ajedrez, que él ganaba invariablemente. Creo que<br />
estaba recuperando el equilibrio psíquico, pues había pasado una mala época. Sin<br />
embargo, el tercer día observé que empezaba a mostrarse inquieto. Hizo una lista de<br />
los días hasta el quince de junio, y los iba tachando con un lápiz rojo, haciendo<br />
observaciones en taquigrafía junto a ellos. A veces le encontraba sumido en<br />
profundas meditaciones, con una mirada abstraída en sus penetrantes ojos, y después<br />
de estos intervalos de reflexión parecía muy abatido.<br />
Después observé que empezaba a ponerse nervioso otra vez. Se sobresaltaba al oír<br />
el menor ruido, y continuamente me preguntaba si Paddock era digno de confianza.<br />
Una vez o dos llegó a mostrarse agresivo, y se disculpó por ello. Yo no le culpaba.<br />
Era indulgente con él, pues me hacía cargo de su difícil situación.<br />
No era su propia seguridad lo que le preocupaba, sino el éxito de los planes que<br />
había hecho. Aquel hombrecillo poseía una fuerza de carácter poco común, y no se<br />
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