Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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seguro de que su cuchillo era el que había atravesado el corazón de Scudder. Otro de<br />
su misma calaña había atravesado a Karolides con una bala.<br />
Las facciones del hombre gordo parecieron borrarse y formarse de nuevo<br />
mientras yo las contemplaba. No tenía una cara, sólo un centenar de máscaras que<br />
podía ponerse cuando quería. Este individuo debía ser un excelente actor. Quizá<br />
hubiera sido lord Alloa la noche anterior; quizá no, no importaba. Me pregunté si<br />
habría sido el que encontró a Scudder y le dejó la tarjeta en el buzón. Scudder me dijo<br />
que ceceaba, y me imaginé cómo podía llegar a aterrorizar la adopción del ceceo.<br />
Pero el anciano era la flor y nata del grupo. Era totalmente cerebral, frío,<br />
calculador, tan cruel como un martillo a vapor. Ahora que mis ojos se habían abierto<br />
me pregunté dónde había visto la benevolencia. Su mandíbula parecía de acero, y sus<br />
ojos tenían la inhumana luminosidad de los de un pájaro. Seguí jugando, y el odio fue<br />
creciendo en mi interior.<br />
Me asfixiaba, y no pude contestar cuando mi pareja me habló. No resistiría su<br />
compañía mucho rato más.<br />
—¡Caramba! ¡Bob! Mira qué hora es —dijo el anciano—. Sería mejor que te<br />
apresurases si no quieres perder el tren. Bob tiene que ir esta noche a la ciudad —<br />
añadió, volviéndose hacia mí. Ahora sí que noté la falsedad de su voz.<br />
Miré el reloj, y vi que eran casi las diez y media.<br />
—Me temo que deberá retrasar su viaje —dije.<br />
—Oh, maldita sea —exclamó el joven—, pensaba que había olvidado esas<br />
tonterías. No tengo más remedio que irme. Le daré mi dirección y todas las<br />
seguridades que quiera.<br />
—No —repliqué—, tiene que quedarse.<br />
Creo que entonces se dieron cuenta de que su situación era desesperada. Su única<br />
oportunidad había sido convencerme de que estaba haciendo el ridículo, y en eso<br />
habían fallado. Pero el anciano habló de nuevo.<br />
—Yo respondo de mi sobrino. Eso debería bastarle, señor Hannay. —¿Fueron<br />
imaginaciones mías, o percibí realmente un cambio en la suavidad de aquella voz?<br />
Debió ser así, porque cuando le miré parpadeó de aquel modo tan similar al de un<br />
halcón que el miedo había grabado en mi memoria.<br />
Toqué mi silbato.<br />
En un instante las luces se apagaron. Un par de fuertes brazos me agarraron por la<br />
cintura, tapando los bolsillos en los que un hombre podía llevar una pistola.<br />
—Schnell, Franz —exclamó una voz—, das Boot, das Boot! —Al mismo tiempo,<br />
vi aparecer a dos de mis hombres en el jardín iluminado por la luna.<br />
El joven moreno se lanzó hacia la ventana, y saltó a través de ella y por encima de<br />
la valla antes de que nadie pudiera alcanzarle. Yo agarré al viejo, y la habitación<br />
pareció llenarse de figuras. Vi al gordo cogido por el cuello, pero mis ojos estaban<br />
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