Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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concursantes en el Derby; y tenía muchos planes para mejorar su puntería. En<br />
conjunto, un joven muy honesto, respetable e inexperto.<br />
Cuando atravesábamos una pequeña ciudad, dos agentes de policía nos hicieron<br />
parar y enfocaron sus linternas sobre nosotros.<br />
—Lo siento, sir Harry —dijo uno—. Tenemos instrucciones de buscar un coche, y<br />
por la descripción se parece al suyo.<br />
—No se preocupe —repuso mi anfitrión, mientras yo daba las gracias a la<br />
providencia por los tortuosos caminos que me habían llevado a la seguridad. A partir<br />
de entonces no volvimos a hablar, pues su mente estuvo muy ocupada ensayando su<br />
próximo discurso. Sus labios murmuraban, tenía una mirada ausente, y yo empecé a<br />
prepararme para una segunda catástrofe. Yo también intenté pensar en algo que decir,<br />
pero tenía la mente en blanco. No me di cuenta de nada hasta que nos detuvimos<br />
frente a una puerta de una calle, y fuimos recibidos por varios caballeros con<br />
escarapelas.<br />
En la sala había unas quinientas personas, en su mayoría mujeres, gran cantidad<br />
de calvos y una o dos docenas de hombres jóvenes. El presidente, un clérigo de nariz<br />
rojiza, lamentó la ausencia de Crumpleton, monologó sobre su gripe y me presentó<br />
como un «gran líder del pensamiento australiano». Había dos policías junto a la<br />
puerta, y esperé que tomaran nota de ese testimonio. Después sir Harry comenzó.<br />
Yo nunca había oído nada parecido. No tenía ni idea de hablar en público.<br />
Llevaba un montón de notas, que leyó, y cuando las terminó empezó a tartamudear.<br />
De vez en cuando recordaba una frase que había aprendido de memoria, se<br />
enderezaba y la pronunciaba como Henry Irving, y un momento después se<br />
encorvaba y consultaba sus papeles. Además, dijo toda clase de tonterías. Habló de la<br />
«amenaza alemana», y declaró que era una invención de los conservadores para<br />
desposeer a los pobres de sus derechos y contener el flujo de reformas sociales, pero<br />
esta «clase obrera organizada» se daba cuenta de ello y despreciaba a los<br />
conservadores. Manifestó que nuestra Marina era una prueba de nuestra buena fe, y<br />
envió un ultimátum a Alemania aconsejándole que hiciera lo mismo si no quería que<br />
la redujéramos a pedazos. Dijo que, a no ser por los conservadores, Alemania y Gran<br />
Bretaña serían estrechos colaboradores para alcanzar la paz y las reformas. Pensé en<br />
la pequeña agenda negra que llevaba en el bolsillo. ¡Como si a los amigos de Scudder<br />
les importaran la paz y las reformas!<br />
Sin embargo, el discurso me gustó. Se veía la honradez del hombre tras los<br />
disparates que le habían inculcado. Además me quitó un peso de encima. Por muy<br />
mal orador que fuese, era mucho mejor que sir Harry.<br />
No me desenvolví tan mal cuando me llegó el turno. Les dije todo lo que<br />
recordaba de Australia, rogando para que allí no hubiera ningún australiano; todo<br />
sobre su partido laborista, la emigración y el servicio universal. Dudo que me<br />
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