Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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—Trabajaba como ingeniero de minas —dije—; he hecho mi fortuna<br />
honradamente, y he disfrutado haciéndola.<br />
—No es una profesión que altere los nervios, ¿verdad?<br />
Me eché a reír.<br />
—Bueno, tengo los nervios muy templados —descolgué un cuchillo de caza de la<br />
pared, y realicé el viejo truco de lanzarlo al aire y cogerlo con los labios. Esto<br />
requiere mucha serenidad.<br />
Él me observó con una sonrisa.<br />
—No quiero pruebas. Quizá sea un tonto encima de un estrado, pero sé juzgar a<br />
los hombres. Usted no es un asesino, y creo que ha dicho la verdad. Voy a<br />
respaldarle. ¿Qué quiere que haga?<br />
—En primer lugar, quiero que escriba una carta a su tío. Tengo que ponerme en<br />
contacto con alguien del Gobierno antes del quince de junio.<br />
Él se retorció el bigote.<br />
—Eso no le servirá de nada. Es competencia del Ministerio de Asuntos<br />
Exteriores, y mi tío no podría ayudarle. Además, no lograría convencerle. No, tengo<br />
una idea mejor. Escribiré al secretario permanente del Ministerio de Asuntos<br />
Exteriores. Es mi padrino, y un hombre influyente. ¿Qué quiere?<br />
Se sentó a una mesa y escribió lo que le dicté. En esencia, era que un hombre<br />
llamado Twisdon (me pareció mejor conservar ese nombre) iría a verle antes del<br />
quince de junio y que debía tratarle bien. Dijo que Twisdon demostraría su bona fides<br />
con las palabras «Piedra Negra» y silbando Annie Laurie.<br />
—Muy bien —dijo sir Harry—. Esto ya está hecho. Por cierto, encontrará a mi<br />
padrino, se llama sir Walter Bullivant, en su casa de campo de Whitsuntide. Está<br />
cerca de Artinswell, junto al Kennet. Y ahora, ¿qué otra cosa quiere?<br />
—Somos de la misma estatura. Présteme el traje de tweed más viejo que tenga.<br />
Cualquiera me servirá, mientras sea de un color totalmente distinto al de las ropas que<br />
he destruido esta tarde. Después enséñeme un mapa de los alrededores y explíqueme<br />
cómo puedo llegar a algún escondite seguro. Si esos tipos se presentan, dígales que<br />
tomé el expreso del sur después del mitin.<br />
Hizo, o prometió hacer, todas estas cosas. Me afeité los restos del bigote y me<br />
puse un viejo traje de tweed. El mapa me proporcionó una idea de mi paradero, y me<br />
reveló las dos cosas que quería saber: dónde podía abordarse la línea férrea que iba<br />
hacia el sur y cuáles eran los distritos más despoblados de las cercanías.<br />
A las dos, sir Harry me despertó de mis cabeceos en la butaca del salón de fumar<br />
y me acompañó al exterior. Encontró una vieja bicicleta en un cobertizo de<br />
herramientas y me la dio.<br />
—Tome el primer camino a la derecha y siga el bosque de pinos —aconsejó—. Al<br />
amanecer se habrá internado bastante en las colinas. Después yo arrojaría la bicicleta<br />
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