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Los 39 escalones - John Buchan

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.

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1. El hombre que murió<br />

Aquella tarde de mayo, hacia las tres, volví de la City bastante hastiado de la<br />

vida. Hacía tres meses que me encontraba en la madre patria, y ya estaba harto de<br />

ella. Si un año antes me hubieran dicho que me sentiría así, no me lo habría creído;<br />

pero así era. La lluvia me ponía de malhumor, el lenguaje del inglés corriente me<br />

ponía enfermo, no podía hacer bastante ejercicio, y las diversidades de Londres me<br />

parecían tan insulsas como una gaseosa dejada mucho tiempo al sol. «Richard<br />

Hannay —me decía a mí mismo una y otra vez—, has caído en una zanja, amigo mío,<br />

y será mejor que te des prisa en salir.»<br />

Me mordía los labios sólo de pensar en todos los planes que había hecho durante<br />

los últimos años pasados en Buluwayo. Fueron muchos; no extraordinarios, pero sí lo<br />

bastante buenos para mí; y había imaginado gran cantidad de medios para divertirme.<br />

Mi padre me sacó de Escocia a los seis años, y no había estado en casa desde<br />

entonces, de modo que Inglaterra me parecía un cuento de Las mil y una noches, y mi<br />

intención era quedarme allí hasta el fin de mis días.<br />

Pero desde el primero me decepcionó. Al cabo de una semana estaba cansado de<br />

ver monumentos, y al cabo de un mes estaba harto de restaurantes, teatros y carreras<br />

de caballos. No tenía ningún amigo con quien salir, lo que probablemente explica las<br />

cosas. Mucha gente me invitaba a su casa, pero nadie parecía demasiado interesado<br />

por mí. Me hacían una o dos preguntas sobre Sudáfrica, y después volvían a sus<br />

asuntos. Muchas damas imperialistas me invitaban a tomar té para presentarme a<br />

maestros de escuela de Nueva Zelanda y editores de Vancouver, y esto era lo peor de<br />

todo. Allí estaba yo, a los treinta y siete años, sano de cuerpo y alma, con dinero<br />

suficiente para pasarlo bien, bostezando de aburrimiento durante todo el día.<br />

Empezaba a tomar en consideración la idea de largarme y regresar a las estepas<br />

africanas, pues era el hombre más aburrido del Reino Unido.<br />

Aquella tarde había estado hablando con mis corredores sobre posibles<br />

inversiones para distraerme un poco, y de regreso a casa pasé por mi club, que era<br />

más bien un antro que admitía socios de las colonias. Tomé varias copas y leí los<br />

periódicos vespertinos. Todos comentaban la delicada situación en el Próximo<br />

Oriente, y había un artículo sobre Karolides, el primer ministro griego. Lo describía<br />

bastante bien. Por lo visto era un hombre importante en la escena internacional; y<br />

jugaba limpio, cosa que no podía decirse de la mayoría. Deduje que en Berlín y Viena<br />

le odiaban a muerte pero que nosotros le apoyaríamos, y un periódico decía que era el<br />

único obstáculo entre Europa y Armagedón. Recuerdo que me pregunté si podría<br />

conseguir un empleo en esa zona. Estaba convencido de que Albania era uno de esos<br />

lugares donde es imposible aburrirse.<br />

Alrededor de las seis fui a casa, me vestí, cené en el Café Royal, y me metí en un<br />

www.lectulandia.com - Página 6

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