Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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Empecé por el principio. Le hablé de mi aburrimiento en Londres, y de la noche<br />
que había encontrado a Scudder frente a la puerta de mi piso. Le repetí lo que<br />
Scudder me había contado sobre Karolides y la conferencia del Ministerio de Asuntos<br />
Exteriores, y eso le hizo fruncir los labios y sonreír.<br />
Después llegué al asesinato, y volvió a ponerse serio. Escuchó atentamente la<br />
historia del lechero y el relato de mi estancia en Galloway y de las horas que había<br />
pasado descifrando las notas de Scudder en la posada.<br />
—¿Las tiene aquí? —preguntó vivamente, y lanzó un profundo suspiro cuando<br />
extraje la agenda del bolsillo.<br />
No dije nada sobre su contenido. A continuación describí mi encuentro con sir<br />
Harry, y los discursos políticos. Se echó a reír estrepitosamente.<br />
—Harry no debió decir más que tonterías, ¿verdad? No me extraña. Es muy<br />
buena persona, pero el idiota de su tío le ha llenado la cabeza de quimeras. Continúe,<br />
señor Hannay.<br />
Mi día como picapedrero le excitó un poco. Me hizo describir con todo detalle a<br />
los dos hombres del coche, y pareció rebuscar en su memoria. Volvió a alegrarse<br />
cuando le relaté mi encuentro con el necio de Jopley.<br />
Pero el anciano de la casa del páramo le hizo fruncir el ceño. También tuve que<br />
describírselo con todo detalle.<br />
—Imperturbable y calvo, y parpadeaba como un pájaro… ¡Igual que un ave de<br />
rapiña! Y usted dinamitó su casa, después de que él le salvara de la policía. ¡No está<br />
mal!<br />
Finalmente, llegué al término de mi relato. Se levantó con lentitud y me miró<br />
desde la chimenea.<br />
—Puede olvidarse de la policía —dijo—. No tiene dada que temer por parte de la<br />
ley.<br />
—¡Válgame Dios! —exclamé—. ¿Han encontrado al asesino?<br />
—No. Pero hace quince días le borraron de la lista de sospechosos.<br />
—¿Por qué? —pregunté con estupefacción.<br />
—Principalmente porque recibí una carta de Scudder. Le conocía, y había<br />
trabajado para mí. Era medio loco, medio genio, pero honrado a carta cabal. Lo malo<br />
de él fue su empeño en querer actuar solo. Eso impidió que nos fuera de utilidad en el<br />
servicio secreto… una lástima, porque estaba excepcionalmente dotado. Creo que era<br />
el hombre más valiente de este mundo, porque siempre temblaba de miedo, y a pesar<br />
de ello nada le hacía desistir de su empeño. El treinta y uno de mayo recibí una carta<br />
suya.<br />
—Pero entonces ya hacía una semana que estaba muerto.<br />
—La carta fue escrita y echada al correo el día veintitrés. Al parecer, no temía un<br />
fallecimiento inmediato. Sus comunicaciones solían tardar una semana en llegarme,<br />
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