Los 39 escalones - John Buchan
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
Richard Hannay era joven, era rico y se aburría. Y cuando por puro
aburrimiento escuchó la extraña historia que le contaba su vecino del piso de
arriba, no se imaginó que acababa de meterse en una trampa infernal, y que
debería desentrañar el misterio de los 39 escalones si quería salvar a Europa
de una intriga siniestra y librarse él mismo de una muerte segura.
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vernos.<br />
Al parecer mi disfraz había resultado convincente para el temido inspector. Seguí<br />
trabajando, y a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía el camino se vio<br />
animado por un poco de tráfico. La camioneta de un panadero subió laboriosamente<br />
la colina, y le compré una bolsa de galletas de jengibre que metí en los bolsillos de<br />
mis pantalones en previsión de alguna emergencia. Después pasó un pastor con su<br />
rebaño, y me inquietó un poco al preguntar con estridencia:<br />
—¿Qué ha sido de Cuatro Ojos?<br />
—En la cama con un cólico —repuse, y el pastor siguió adelante.<br />
Hacia el mediodía un coche grande se deslizó colina abajo, pasó junto a mí y se<br />
detuvo a unos cien metros. Sus tres ocupantes bajaron como si quisieran estirar las<br />
piernas, y se acercaron lentamente.<br />
Dos de ellos eran los que había visto desde la ventana de la posada de Galloway:<br />
uno delgado, anguloso y moreno, y el otro sosegado y sonriente. El tercero tenía el<br />
aspecto de un aldeano; un veterinario, tal vez, o un pequeño granjero. Llevaba unos<br />
pantalones bombachos mal cortados, y tenía unos ojos tan brillantes y recelosos como<br />
los de una gallina.<br />
—Buenas —dijo el último—. Tiene un trabajo fácil, ¿eh?<br />
Yo no había levantado la cabeza mientras se acercaban, y ahora, al ser<br />
interpelado, enderecé la espalda lenta y fatigosamente, al modo de los picapedreros;<br />
escupí con fuerza, al modo escocés vulgar; y les miré fijamente antes de contestar.<br />
Me encontré ante tres pares de ojos que no pasaban nada por alto.<br />
—Hay trabajos buenos y trabajos malos —dije sentenciosamente—. No me caería<br />
mal tener el suyo, con el trasero encima de almohadones durante todo el día. ¡Ustedes<br />
y sus cochinos coches son los que echan a perder mis caminos! Si hubiera algo de<br />
justicia, tendrían que arreglar lo que estropean.<br />
El hombre de los ojos brillantes estaba mirando el periódico que yo había dejado<br />
junto al hatillo de Turnbull.<br />
—Veo que recibe el periódico a tiempo —dijo.<br />
Yo le eché una mirada con fingida indiferencia.<br />
—Sí, a tiempo. Ése salió el sábado, o sea que llevo seis días de retraso.<br />
El hombre lo recogió, dio un vistazo a la primera plana y volvió a dejarlo en su<br />
sitio. Uno de los otros había estado mirándome las botas, y una palabra en alemán<br />
desvió hacia ellas la atención del que hablaba.<br />
—Tiene buen gusto en materia de botas, ¿eh? —dijo—. Éstas no han salido de un<br />
zapatero de pueblo.<br />
—No —contesté apresuradamente—. Vienen de Londres. Me las dio el caballero<br />
que estuvo cazando aquí el año pasado. ¿Cómo demonios se llamaba? —dije,<br />
rascándome la cabeza.<br />
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